El horror nuestro de cada día (336)

LEYENDA DEL CÓCONO DE LA CRUZ VERDE


El horror nuestro de cada día (336)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2018, 16:05 pm

Por Froilán Meza Rivera

Entre muchas de las leyendas que se cuentan en Chihuahua sobre la antigua fuente que se encontraba en el lugar donde está hoy el monumento conocido como la Cruz Verde, hay una muy especial.

La sola mención del espeluznante suceso que contaré a continuación, fue suficiente para mantener a la gente alejada de aquí y con miedo durante mucho tiempo.

Relataban los abuelos que en esta parte de la ciudad, donde empezaba una espesa zona de huertas y que era la salida hacia el camino a Santa Isabel y a Guerrero, se juntaban los chamacos a jugar y a bañarse los unos a los otros con el agua que llegaba aquí. Molestaban ellos con frecuencia a las personas que acudían a llevar cargas de agua, y las molestaban con bromas de todo tipo.

Había un joven en especial, quien, a punto de cumplir 18 años, no tomaba seriedad a la vida. Diego se llamaba. Era él, según dicen, bien parecido, de físico agradable, más no así su carácter, porque se distinguía por ser caprichoso, grosero y muy vago. Su familia, que gozaba de una situación acomodada en la ciudad, lo mimaba sobremanera porque, siendo el único varón, heredaría la fortuna que, al morir los padres, quedaría toda para él, como correspondía a las costumbres. A las hermanas, por el contrario, las habrían de casar con hombres ricos para que no quedaran desprotegidas. Así eran las costumbres de los ricos.

En compañía de un grupo de muchachos vagos como él, e igual de malcriados, Diego solía correr francachelas de todo tipo, y no era infrecuente que fueran a parar a la cárcel, de donde el padre poderoso lo rescataba.

Estaba un día la banda de Diego en el paraje de la Cruz Verde, y como oscurecía, enciendieron una fogata para platicar sabrosamente y despreocupados de la vida. Al poco de anochecer, apareció donde estaban un hermoso guajolote, que los naturales de estas tierras nombran cóconos, y se paseó ante ellos. Esponjoso y elegante, el animal despertó la curiosidad de los jóvenes.

Diego, él solo, se levantó y correteó al ave, y dieron círculos ambos alrededor del grupo y de la fogata, con gran contento y algarabía de todos los presentes, quienes seguían las incidencias de esa persecución.

“Lo cazaré para asarlo aquí mismo”, gritaba, eufórico, Diego, en tanto que se afanaba detrás del cócono.

El ave voló entonces sobre el grupo de muchachos, y Diego detrás de él, se elevó también, y los dos empezaron a dar vueltas en el aire en torno al fuego, hasta que, en un remolino cuya espiral se hizo más y más veloz, desaparecieron ante la vista de todos.

Los chicos echaron a correr al Centro de la ciudad en pos de los gendarmes, y cuando una pareja de éstos vino a la Cruz Verde, no les creían lo que les contaban. Los juzgaron locos, porque los conocían, y nadie les hizo caso.

Sin embargo, la desaparición de Diego fue real. Los padres organizaron partidas de búsqueda esa noche, el siguiente día, y el posterior, y así los esfuerzos se extendieron por toda la zona de huertas frutales, y por los caseríos, por los costados del acueducto, en el Centro mismo y en los caminos de fuera de la villa.

Desde entonces, y en vista de que el joven nunca apareció, se forjó toda una leyenda con la simple mención puntual de los hechos, que conforme avanzó el tiempo, sonaron más increíbles a las gentes que no los vivieron.

La gente, sin embargo, evitó pasar durante las horas de oscuridad por este cruce, a menos que tuviera encargos de mucha necesidad.