El horror nuestro de cada día (332)

LA CASA EMBRUJADA DE LA COLONIA SANTA ROSA


El horror nuestro de cada día (332)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2018, 17:28 pm

Por Froilán Meza Rivera

¿Quién no conoció, en los años setenta del reciente siglo pasado, la “casa embrujada de la colonia Santa Rosa?

Entre los vecinos, el recuerdo persiste, y la leyenda se cuenta todavía como un relato clásico del terror local. Hay que prestar oído a la voz de don Rosendo Frescas, quien tiene detalles de la historia:

En la calle 22, entre Urquidi y Ochoa, la casa de enjarre gris cobró fama en el vecindario porque era morada de “la poseída”. A doña Alma Priscila, viuda desde hacía ocho años, la habían abandonado sus dos hijos: apenas un año transcurrido desde que enviudó, el mayor se le fue para los Estados Unidos para no volver, y la muchacha más chica se casó y no quiso saber nada de la madre. Es que a “Chilita”, como se le conoció entre sus allegados, la persiguió siempre una fama bien ganada de excéntrica.

Desde que se casó, a Preciada le pareció siempre muy normal salir desnuda a aullarle a la luna en noches de plenilunio, aunque lo hiciera dentro de la más estricta privacidad en el patio de su casa. La extraña afición trascendió, sin embargo, y se sabe que sus vecinos los jóvenes de la cuadra, practicaban agujeritos en el ladrillo de la barda para contemplar un espectáculo que era, para aquellos adolescentes inquietos, todo un portento de la naturaleza.

Otras excentricidades de su persona eran su afición por beber sangre de pollo y de gallina que, recién sacrificados, terminaban no obstante en la olla del caldo para la familia.

Su lengua materna, el cochimí de las tribus de la Baja California, sonaba exótica a los oídos monolingües de los habitantes de la ultraconservadora sociedad de la colonia Santa Rosa, y escucharla hablar en ese idioma fue suficiente para que se extendiera el rumor de que estaba poseída por un demonio.

Enviudó, como se dijo, quedándose ella con una escasísima pensión con la que apenas sobrevivía comiendo frijoles y agua, y ahorrando lo más para conservar el servicio telefónico, lo que no sucedió porque fue incapaz de entregar a la compañía un mínimo de 299 pesos por mes. Igualmente, la Comisión Federal le canceló un buen día el suministro eléctrico, sin importar que la mujer de mediana edad se quedara sin poder alumbrar sus días y noches tormentosas, ni que no pudiera conservar frescos sus exiguos alimentos.

Cayó pues, esta viuda prematuramente envejecida, en una depresión profunda, lo que se agravó con la soledad forzada a que la sometieron los hijos que la habían abandonado al menor signo de que la mujer enloquecía. Al final de sus días, cuando se agarraba la pobre a gritar sus penas aullando furiosamente a las sombras que pasaban por la pared y por su imaginación, la casa era más que un cuchitril: se convirtió su morada, antaño reputada como la casa más aseada y ordenada del barrio, en una cueva infecta y hedionda, llena de heces putrefactas y de gusanos.

A los mismos policías que pugnaron aquel día por llevársela detenida sin que mediara en su contra el menor cargo, la mujer piltrafa de edad indefinida les provocó asco por su piel lustrosa, oscurecida e hinchada por efecto de una profunda e irreversible gangrena que se desarrollaba en sus cuatro miembros.

La mañana que siguió a esa noche, una ambulancia se llevó lo que quedaba de la alguna vez guapa y atractiva Alma Priscila, a quien sus vecinos consideraron siempre como una alma perdida y poseída por demonios.

Nunca más se supo de ella, a partir de entonces, pero su casa, que por muchos años permaneció intestada y sin habitar, es conocida todavía como “la casa embrujada” de Santa Rosa.