El horror nuestro de cada día (327)

EL HACENDADO Y SU MADRE REPUDIADA


El horror nuestro de cada día (327)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2018, 18:30 pm

Por Froilán Meza Rivera

Doña Carlota Olivas sintió aquel día el mordisco del hambre en el vientre como una dentellada mortal, y sus fuerzas no le alcanzaron para llegar a la cama, como siempre lo hacía para engañar al estómago durmiendo. Se derrumbó ella en el pasillo de su casa, y sólo se pudo levantar hasta el día siguiente, cuando su vecinita, una tierna niña de ocho años que le llevaba sopa de vez en cuando, acudió en su auxilio.

La anciana estaba sola y enferma en sus días postreros.

“Bueno -se dijo después de reponer energías-, ya estuvo bueno de hacerme la que no sabe, si yo tengo hijos que me podrían echar la mano en mi vejez, voy a ir a buscarlos”.

Salió la señora caminando, acompañada de un itacate de pocas tortillas embarraditas de frijoles, un guaje de agua colgado del hombro, y con la determinación de encontrar auxilio en su progenie.

“No es posible que me vaya yo a morir como el perro un día de éstos, y ellos no lo sepan”.

En el camino lavaron su cara los aguaceros y el sol requemó sus mejillas de vieja arrumbada, la comida se agotó en su morralito varias veces y otras tantas le volvieron a llenar el talego las almas generosas a las que confiaba ella su misión.

Resultó que uno de los hijos era rico, de condición bastante acomodada, según razones de los viajantes que iba interrogando.

A punto de desfallecer pero sacando fuerzas de su ilusión, Carlota Olivas se encontró un día a la puerta de la casona de aquella rica hacienda. Ahí mismo la interceptó el mayordomo del señor terrateniente.

“¿Qué quiere, señora? ¿Qué se le ofrece?” -el mayordomo la miró con desprecio.

“Señor, disculpe, pero vengo a buscar al patrón, espero no molestarlo ni molestar a su merced, pero don Rodolfo García Olivas es mi hijo”.

El desprecio se acrecentó en el ánimo del sirviente de la casa, y sólo contestó a la mujer, con palabras de hielo: “Espere aquí”.

A punto estuvo el criado de no “molestar” a su patrón, pero como éste se le atravesó en el pasillo, le tuvo que decir.

“Don Rodolfo, aquí afuera está una mujer andrajosa y maloliente que quiere verlo a usted”.

“¿Quién es? ¿Te lo dijo?”

“Dice que es la madre de usted.”

“Yo no tengo madre... por lo menos que yo sepa... mmmmh, de todas maneras hazla pasar al corredor, ahí la veré”.

La mujer se echó en la banquetita y se recargó en un macetero frente a una fontana que derramaba gozosos chorros de agua cantarina y que hablaba de la condición social de su hijo Rodolfo.

“¡Hijo..!” Carlota no se arrojó a los brazos de su retoño, de su hijo querido, porque percibió el rechazo nomás de verlo.

“Yo no soy su hijo, señora, yo no tengo madre.”

“Rodolfo, yo soy Carlota Olivas, y tu papá te arrancó de mis brazos hace ya muchos años, yo ya estoy enferma y no voy a durar mucho, nomás vengo a que me des auxilio, no quiero morir como un perro sola, allá en el pueblo...”

Era muy evidente que la mujer, quienquiera que fuese, se encontraba agotada y a punto de la inanición.

“Si quiere, quédese en aquel cuarto -señaló una bodeguita- por esta noche y váyase mañana, puede comer algo en la cocina”. El hacendado no dijo más y dio la espalda a la dolorida madre.

Pero doña Carlota se fue en ese mismo momento, en cuanto supo que no tenía hijo ninguno en el mundo.

Rodolfo le contó a su mujer el encuentro con la anciana. “Pero ¿estás loco? ¿Por qué la corriste? ¿Y si de veras es tu mamá? ¡Ay, Rodolfo, te vas a condenar!”

Arrastró la esposa a su marido, salieron a caballo en pos de la vieja que no debía estar muy lejos de ahí. Cabalgaron un tramo, siguieron el camino durante dos o tres horas, sin resultado. Carlota no aparecía.

“Pero si acababa de salir...”

A lo lejos, el hacendado y su mujer alcanzaron a ver cómo se levantaba, de un cielo completamente despejado y azul, una nube negra que creció ante sus ojos y que en pocos minutos era ya una barrera de nubarrones grises inmensos que cubrieron todo y que empezaron a derramar una tormenta de agua.

El colosal fenómeno se precipitó sin piedad sobre la tierra y destruyó todo abajo, en medio de una catástrofe como no recordaban los más viejos en la región.

Antes de que don Rodolfo García Olivas y su señora esposa llegaran a la hacienda, ya se había perdido todo: tierras, cosechas, animales, la casa, ya no existían.

El hacendado era ya un desposeído, como lo era su misma madre, igual que su madre repudiada.