El horror nuestro de cada día (325)

HISTORIAS DE ENTERRADORES


El horror nuestro de cada día (325)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2018, 17:44 pm

Por Froilán Meza Rivera

Has de saber que en mi infancia y en el inicio de mi adolescencia, viví atrás del cementerio, y que lejos de cuentos y relatos de carácter tétrico, yo en lo personal no tuve ninguna experiencia de nada que tenga que ver con lo sobrenatural. Ah, pero eso sí, me sé un montón de historias que me contaron.

Contaba don Víctor Manuel Talavera, quien debe vivir todavía atrás del Panteón de Dolores, donde hace rincón la calle, que tuvo él amistad con uno de los cuidadores, y que éste le contó a su vez, hará ya unos treinta y cinco años, una historia de horror con ingredientes sobrenaturales y toda la cosa.

El tal cuidador hacía también las veces de enterrador cuando se necesitaba, y supo del caso de una viejita a quien enterraron con todas sus joyas.

Que la ancianita había vivido sola, a principios del siglo Veinte, en una gran casona, pero tan vieja que estaba a punto de caerse, nomás por la falta de mantenimiento, ya que a ella le faltaban fuerzas y voluntad para arreglar ésa su morada.

Sin nadie que la cuidara, sin que se le conociera pariente cercano ninguno, la ancianita, murió, y ante testigos manifestó como su última voluntad que se le enterrara con todas sus joyas y pertenencias, ya que no tenía a nadie para heredárselas. Así se hizo, y a la tumba la acompañaron joyas, peinetas de carey, muñequitas de porcelana y otras cosas, entre baratijas y objetos de valor.

Pasaron años, y un día, unos empleados nuevos del cementerio supieron la historia del tesoro de la viejita y les entró la ambición. Decidieron entonces arreglárselas para hacerse con la propiedad de aquello que, según ellos, los sacaría de pobres.

A la media noche, iniciaron ellos la profanación de la tumba, removiendo primero el pesado monumento de granito. La tarea les llevó mucho tiempo, y casi al amanecer apenas habían terminado. Por supuesto, la historia resultó cierta y ellos habían sacado las joyas.

Pero según le contaron al cuidador después, a uno de estos hombres le llamó la atención un anillo dorado con una piedra azul que el cadáver llevaba en uno de sus dedos. El profanador trató de quitárselo pero no podía, porque el anillo estaba atorado en los nudillos del dedo (en el hueso, por supuesto), y trató, trató largo rato de sacarlo a fuerza de empujar y jalar, pero el obstinado anillo no salía.

Desesperado, utilizó entonces el hombre la pala que llevaba y le descargó un golpe tremendo con el filo de la herramienta, y se desprendió el dedo con todo y el anillo.

Tiempo pasó de aquellos sucesos que todavía entonces estaban ocultos y en secreto entre los dos cómplices, quienes a pesar de haberse repartido una fortuna, aparentaban ser pobres y seguían incluso trabajando como enterradores y cuidadores del panteón.

Un día que les tocó hacer la revisión antes de cerrar las instalaciones, caminaban por entre los pasillos y vieron que quedaba una dama adentro. Fueron a avisarle que estaban a punto de cerrar. “Señora, ya vamos a cerrar, se terminó la hora de visitas”.

La señora, quien estaba de espaldas a ellos, no les hizo caso (“tal vez no nos escuchó”, pensaron) y seguía arrodillada, aparentemente rezando. Los individuos se molestaron y, después de repetirle que debía retirarse, y como seguía ignorándolos, uno de ellos se le aproximó y la sujetó del brazo para levantarla.

A la señora le faltaba un dedo, y le chorreaba sangre de la herida.

“¿Qué le pasa? ¿Cómo se hizo esto?”

Se volvió la señora hacia ellos y se dispuso a contestarles, pero al comenzar a quitarse el velo que cubría su rostro, vieron ellos que era una muerta, y sin explicarse cómo, ambos la reconocieron. Era la viejita de las joyas, cuya tumba habían saqueado.

El hombre que le había quitado el anillo se quedó ahí parado sin decir nada, mientras que su compañero había salido corriendo a todo lo que daban sus piernas.

El del anillo se quedó ahí, y al siguiente día lo encontraron muerto junto a la tumba de la anciana. Había muerto de un infarto, se dijo, pero le faltaba un dedo y sus cabellos se habían vuelto blancos como la nieve.