El horror nuestro de cada día (323)

LAS AGUAS ASESINAS DEL PRESÓN DE PARRAL


El horror nuestro de cada día (323)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2018, 19:18 pm

Por Froilán Meza Rivera

Parral, Chihuahua.- El Presón tenía mala fama, y más que eso, estaba rodeado de un halo de misterio y muerte. De este siniestro cuerpo de agua azul, fría y profunda, se contaban innúmeros relatos, y todos ellos giraban alrededor de sucesos trágicos en los que las aguas se tornaban peligrosas y asesinas. Que en un segundo se formaban traicioneros remolinos que se llevaban a la gente al fondo. Que las raíces de un mezquite que había aquí y que se proyectaban hacia el agua, se convertían de repente en las garras gigantescas de un monstruo que arrancaba a las personas de la orilla.

En fin, se decía que el Presón era una especie de olla de ofrenda y sacrificio para el diablo, y que las víctimas propiciatorias eran siempre seres humanos, niños de preferencia.

Y acá estaba yo con el grupo de amigos, en día de campo.

Viéndonos alejados de la orilla, yo les suplicaba en todos los tonos no hacer barbaridades, porque veía el peligro inminente, lo olía a nuestro alrededor. La desgracia venía a nuestro encuentro, lo juro. Seguían burlándose: más que todos, Santos y Pepe Esperón, hasta que Federico Salas, mi primo, viendo el peligro, con palabras duras les ordenó estarse quieto, lo que originó casi un pleito que hubiera empeorado más aun lo que sucedió por estar en esos momentos en medio de la laguna.

Yo no decía nada, casi ni respiraba, esperando el momento fatídico para lanzarme al agua y tratar de ganar la orilla.

Pasaron unos minutos que parecieron siglos, con la lancha añosa y destrozada haciendo agua con una peligrosa y angustiante rapidez.

Antes, en tiempos de nuestros abuelos, irse a bañar al Presón era todo un deporte, y gran diversión en el pueblo tranquilo que era Parral. Es el Presón un estanque o presa profunda enclavada entre dos colinas bastante altas, casi montañas; áridas y rocosas como todas las de Parral, con uno que otro gatuño como toda vegetación.

Aquel día habíamos ido a bañarnos, y cuando ya todos estábamos agotados de tanto ejercicio, decidimos salirnos del agua. Lo hicimos en tropel, y como nos dirigimos a la orilla por una parte diferente a por donde habíamos entrado, vimos una lancha amarrada en la orilla. La algarabía fue incontenible y, como una horda nos dirigimos hacia allá, donde alguien dio un tirón al mecate, y éste, podrido, se reventó y se soltó la lancha. La abordamos adentro del agua, y antes de que se terminaran de romper los remos también podridos, ya estábamos casi en el centro del Presón.

A mí fue entonces cuando me entró un miedo de muerte, porque si el cordón y los remos estaban podridos, ¿no estaría así también la lancha?

El caso es que ya nos hundíamos sin remedio, y hasta donde yo recordaba, ninguno de nosotros tenía la habilidad para nadar hasta la orilla. El agua dentro de la barquilla nos pasaba ya de los tobillos...

En un arranque de pánico mezclado con indignación porque mis compañeros seguían haciendo bulla y hacían balancearse irresponsablemente la lancha, grité: “¡Bueno, ya que quieren ahogarse, vamos a voltear la lancha y que nos lleve a todos el diablo!”

Todavía no captaban ellos la magnitud del peligro.

Nuevos gritos de mi parte, de miedo histérico, hicieron reaccionar a mis amigos, y fue en ese momento cuando se hizo en la barca un silencio mortal. “¿Ahora qué vamos a hacer?”, susurró alguien.

“¿Cómo vamos a llegar a la orilla?”

Estábamos como a veinticinco metros de la orilla, cuando un alarido de espanto salió de nuestras gargantas, porque la barca se venció de un lado y todos nos fuimos al agua.

¡Ya estábamos muertos! Yo estaba cerca de la proa, y pude llegar al agua sin ropas que me estorbaran, ya que me la había estado quitando desde antes. Casi desmayado, alcancé la ribera, jadeando y tosiendo por el agua que había tragado. Mis compañeros habían logrado asirse al casco podrido de la lancha que, por otra parte, se mantenía a flote aunque volteada.

Otro de mis amigos pudo llegar también a la orilla, y entre ambos nos pusimos desesperadamente a buscar algo con qué auxiliar a los náufragos que se mantenían anclados con diez uñas al maltratado casco. En esos momentos escuchamos un tropel: nuestra salvación. Resultó que un grupo de vaqueros venía al Presón a traer su ganado, y con la ayuda invaluable de sus cuerdas pudimos traer de vuelta a mis asustados y ateridos compañeros de andanzas.

Esa fue la primera y la última vez que entramos al Presón de tan mala fama, a donde ninguno volvió jamás ni de picnic.

(Adaptación libre de un relato del cronista parralense Salvador Prieto Quimper)