El horror nuestro de cada día (321)

TRÁGICA HEREDAD


El horror nuestro de cada día (321)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2018, 18:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

Fue punto de comento y comidilla de muchos chismes y relatos, de tal manera este asunto del que en seguida daré relación puntual, en aquella villa de San Felipe El Real, durante muchos años, que a la sazón convirtiéronse los hechos en cosa de leyenda.

“Dadles al punto y sin dilación, en justo reparto, la tercia parte de los bienes en metálico que os dejo bajo vuestra jurisdicción, a los mendigos de la Catedral, y a los que mantienen ocupado el atrio de San Francisco, y en fin, a los menesterosos de la villa”.

Con esas palabras, don Diego Santacruz de Sevilla legó a su amigo don Felipe Alvarado, la alta responsabilidad de repartir una parte de sus bienes. El resto, de acuerdo al testamento que firmó con asistencia de notario horas antes de su muerte, sería para el mismo señor de Alvarado, paisano suyo de una villa del remoto país de los vascos.

Esa cláusula de la herencia de don Diego Santacruz se publicó en estrados en el edificio del juzgado, y la voz se corrió por toda la ciudad. En un principio, todo el asunto transcurrió de manera harto tersa. Los mendigos acudían a la casa de Alvarado en santa paz, y se formaban y se registraban con el escribiente, al tiempo que recibían una talega con monedas de plata. Los cálculos de cuántos mendigos y menesterosos iban a ser depositarios de la herencia, los hizo el mismo notario, quien consultó a los diferentes párrocos que se encargaban de la pública caridad.

La noticia al parecer se había propagado por toda la ciudad. Pero tal parecía que se extendió también por todo el territorio de la provincia de la Nueva Vizcaya, ya que los mendicantes llegaban por cientos y a todas horas, en busca de don Felipe.

Hubo necesidad, al tercer día, de llamar a los gendarmes de la guarnición militar para mantener el orden. El ambiente se tornó tan difícil, que fue imposible continuar con la repartición de los bienes.

El punto llegó en que don Felipe dijo que se había agotado la tercera parte de la herencia correspondiente a los menesterosos y mendigos, y éstos, que crecían cada día en lugar de agotarse, comenzaron a propagar mentiras y calumnias en contra de don Felipe, alegando que el caballero pretendía quedarse con la que consideraban su herencia. La masa de mendicantes no estuvo conforme, ni aun con la publicación de un nuevo edicto notarial que avisaba a los interesados que, en lo tocante a la herencia, ésta ya se había repartido totalmente conforme a las condiciones del difunto don Diego Santacruz de Sevilla.

Una noche en que Felipe Alvarado descansaba en su casa, lo despertó el escándalo de alguna turbamulta en sus propias puertas. Eran los mendigos y quienes se hacían pasar por tales, quienes, enfurecidos, amenazaban con destrozarlo todo con palos y fuego. El caballero llamó de nuevo a la fuerza pública, y desde entonces ya nunca acudió a misa ninguna en público.

Cuando este caballero vascuence murió, años después, sus honras fúnebres fueron celebradas en la Catedral, donde velaron su cuerpo. Dicen que fue el sacristán, como a las tres de la madrugada, quien escuchó las palabras que salían del sarcófago:

“No merezco honras ningunas, porque en vida no cumplí con el encargo de un muerto, pues escatimé parte de la herencia que fue puesta bajo mi responsabilidad, por lo que debo arder en los fuegos del infierno”. El sacristán sintió —dijo—, como si el difunto además le hubiera tendido la mano para que lo sacase de la caja, y corrió despavorido a refugiarse al curato, donde contó todo a los sacerdotes.

La noche del día del entierro, cuando el reloj de la Catedral dio las doce, dicen los vecinos que se volvió a escuchar, a las puertas de la mansión del señor de Alvarado, un escándalo igual al de la turbamulta de los mendigos. Desde entonces, los menesterosos de los templos locales empezaron a ser visitados en sus sueños por el espectro de don Felipe, quien les indicaba el paradero de una parte de la fortuna que dejó sin tocar.