El horror nuestro de cada día (317)

VINO MI HERMANITO


El horror nuestro de cada día (317)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2017, 11:00 am

Por Froilán Meza Rivera

Colonia Lázaro Cárdenas, Chih.- Indecible fue el sufrimiento. Indescriptible, si alguien hubiese tenido la intención de describir el dolor, la pena inmensa en que cayó toda la familia con la pérdida de aquel pequeño niño. Es que no pereció de enfermedad, ni en un accidente, ni —aunque hubiera sido terrible— tampoco víctima de un asesinato cruel.

No. El suceso que se lo llevó fue peor.

Y lo que siguió en cosa de tortura y de sufrimientos posteriores para los padres y sus abuelos, fue incluso peor de insoportable, por los misterios que sucedieron en el barrio y en todo el pueblo.

Esto que les cuento inició aquel día lagañoso de principios de agosto, cuando el sol pugnó por salir y abrirse paso entre una capa de nubes que no parecía que lo fueran a envolver como, por ejemplo, lo hacen siempre los gruesos nubarrones de las lluvias de la temporada. Hacía calor esa mañana, pero era soportable andar bajo el sol.

De hecho, los niños, que estaban todavía de vacaciones, habían salido temprano a jugar al patio, y la abuela los vigilaba con escrutadoras miradas frecuentes. “Ahí están”, pensaba. “Ahí están”, se reafirmaba después.

Pero hay hechos que se desenvuelven con su propia lógica, y así fue con la repentina decisión colectiva de aquellos cuatro chiquillos a quienes de último minuto los invitaron sus otros cuatro vecinitos a salir. No iban a alejarse mucho, por supuesto, ya que a todos ellos, sus padres les habían ordenado que nunca, bajo ninguna circunstancia, se acercaran a la fatídica carretera.

Y salieron... ¿Cuánto tiempo cree el lector que haya tomado para que la abuela y la madre se hubieran dado cuenta de la ausencia de toda la horda de chiquillos? Un minuto es mucho... en cuanto a las mujeres se les hizo extraño el repentino silencio, corrieron ambas con el miedo de que se fuera a repetir en esta generación, una vieja tragedia que marcó a todo el poblado, cuando en 1978, un niño fue atropellado por un autobús foráneo.

“¡Jimy! ¡Jimy!”, gritó la abuela en cuanto vio la bolita de chamacos jugando entre unos mezquites. No veía ella a Jaimito, Jimy, el menor de todos, de cuatro años de edad.

“¿Dónde está Jimy?”

Sus hermanitos mayores, ante la pregunta a grito pelado de la abuela, miraron en direcciones diferentes, y al verlos, la mujer supo que no estaba con ellos, ni cerca de ellos. Es que, siguiendo un juego de su propia imaginación, Jaimito se había desbalagado del grupo, y persiguió a una mariposa amarilla que con su vuelo había desatado su curiosidad.

A menos de veinte metros de la carretera, la abuela alcanzó a ver el bultito móvil del chamaco, quien corría a saltitos para alcanzar al insecto alado. Pero el juego y el niño ya estaban adentro de la carpeta asfáltica, y el golpe fue inevitable.

No fue un choque ni un atropellamiento, fue más bien como si una tormenta prodigiosa y enorme, como si un portentoso y gigantesco tsunami se hubiese llevado a un bañista en la playa. Como si una escoba hubiese barrido, en esa proporción, a una hormiga.

La masa de sesenta toneladas que se desplazaba a ciento treinta kilómetros por hora, se llevó al pequeño.

Destrozados todos, destrozado el pueblo completo por aquella tragedia, la familia comenzó a escuchar extraños rumores, pasados ya veinte días de las exequias del niño diminuto.

“Que me dijo mi comadre que el Jimy se paseaba ayer en la plaza persiguiendo mariposas al amanecer”.

“Que Eleazar el de las pinturas vio pasar a Jimy por la banqueta de su tienda, y que ya no estaba cuando salió”.

“Que a los vecinos del otro lado de la carretera, les llegó de visita el Jimy a la hora de la merienda, y que les pidió un pan de dulce, y que se lo dieron”.

“Que el Jimy se estaba mojando ayer en la lluvia y que pasó por el patio de doña Lola, y que ella lo vio corriendo y saltando en los charcos”.

Eran versiones increíbles, muchas, y tantas veces contadas, con tantas y tan variadas circunstancias, que la madre y la abuela ya no sabían qué decir. Optaron por ocultar aquellas historias del niño aparecido a los otros niños de la familia, no fuera a suceder que se asustaran.

Pero el mayor de ellos, Pedrito, El Pit, como lo conocían todos, un niño de 7 años de edad, soltó en la cena uno de aquellos días: “Abuelita, anoche me despertó Jimy... ¿qué no estaba muerto, abuelita? Vino mi hermanito y no me dijo nada, nomás se reía en la recámara, pero después se fue. Abuelita, ¿qué no se murió Jimy, abuelita?”