El horror nuestro de cada día (CLXCVI)

RECUERDO DEL BAÑO DE SANGRE


El horror nuestro de cada día (CLXCVI)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2014, 23:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

Forzaba su vista la vieja para distinguir los ojos de las agujas y las hebras que los debían atravesar, y pinchábase los dedos la mujer seca, y le dolían los piquetitos, y le sangraban. La costura no avanzaba. Sacó entonces el dedal metálico del fondo del costurerito verde de esponjas naturales y de encajes, y recordó en ese momento, como si lo estuviera presenciando con todos sus detalles, el suceso que había dividido su vida en “antes” y “después”.

Tuvo la vieja una vez más ante sus ojos el espectáculo terrible de la aparición de las huestes infernales que la acosaron de jovencita y que la postraron en el lecho una vez que casi la volvieron loca. ¿Qué había sido aquello? ¿Cómo pudo resistirlo una mujercita frágil de 14 años?

Todavía la dominaba el terror ante el solo recuerdo del baño de sangre que la inundó un día estando ella en la costura, como ahora.

Todo eso era historia antigua, olvidada ya por las juventudes del pueblo, enterrada entre las leyendas que se cuentan en baja voz, oblicua y casi clandestinamente, no vaya a ser que la sola mención de los sucesos desate las fuerzas demoníacas que intervinieron una vez, hace ya casi 65 años.

Érase una vez una joven tierna y bella, núbil y doncella, ilusionada con salir de su pueblo y conocer el mundo. Un celoso y protector padre impedía que llegaran a la niña los pretendientes, y la mantenía alejada de bailes, de días de campo, fandangos y carnavales.

Pero a la niña, el encierro no le impedía que llenaran su cabeza aventuras imaginadas, recorridos epopéyicos en los que era ella la heroína y la salvadora de comarcas oprimidas por malvados tiranos.

Espíritu libre, los muros de aquella casa antigua, la asfixiaban, y por eso un día en que pasó por el pueblo una tribu de gitanos, habiendo ella divisado desde su ventana a un par de mujeres que iban diciendo la buena ventura, suplicó ella, rogó a su padre para que las llamase y le leyeran a ella también su futuro.

“No, hija, esas son cosas del demonio, esas artes adivinatorias están inspiradas por el malo”.

“Ándele, padre, llámelas y venga usted con ellas, para que se asegure de que no me van a echar un hechizo”.

Insistió ella, y cedió el padre, y como quedó acordado, se estuvo él en toda la sesión de adivinaciones.

La gitana que entró con una sonrisa abierta ante la recompensa que le darían, púsose seria en seguida nomás de ver a la chamaca, y cambió su expresión a sombría, involuntariamente. “Buena señora, dígame mi buena ventura, dígame que voy a viajar, dígame que voy a tener muchos hijos, que voy a ser feliz, pero deme, deme todos los detalles que vea...”

Le tendió su mano la niña, y la gitana arrugó el entrecejo. Abrió los ojos la mujer, como para mirar y absorber el mensaje que tenía impreso aquella manecita delicada. Pero fue muy grande el peso de la revelación que leyó la gitana. Sin más, salió gritando en romaní lo que parecían maldiciones, dejando el asombro detrás de ella. ¿Qué fue lo que atisbó la gitana en el futuro de la niña?

Esa misma tarde, cuando la muchachita se entregaba a sus labores de costura, se pinchó un dedo con la aguja, y a pesar de que se colocó el dedal, de la pequeña herida empezó a manar un chorro de sangre que corrió por su vestido y que, antes de que llamara a gritos y berridos a su tía, estaba convertido en un charco enorme.

Para cuando cesó la hemorragia, ella había perdido, según el doctor, la mayor parte de la sangre de su cuerpo.

Enfermó gravemente y sufrió la adolescente unas fiebres fortísimas que estuvieron a punto de llevarla a la muerte, y en sus delirios, unas sombras la perseguían y la mordían, le arrancaban partes de su cuerpo y sufría indecibles dolores.

Incluso cuando cedió la fiebre y se hubieron ido las alucinaciones, a la muchacha nunca la abandonaron aquellos demonios que se aferraban a su carne. Nunca se explicó el doctor el origen de aquellas mordidas que llegaron incluso a infectarse.

“Son los demonios que vienen a llevarse a la niña”, decía la tía.

Pero como habían llegado, los demonios se retiraron un día para dejar en paz a la mujer que ya había crecido. Sólo regresaban en recuerdos que se fueron espaciando conforme envejeció la doncella que nunca salió de su casa y que nunca se casó ni tuvo hijos en su vida.