El horror nuestro de cada día (293)

DUENDECILLOS DEL ANTIGUO BURDEL


El horror nuestro de cada día (293)

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2017, 15:57 pm

Por Froilán Meza Rivera

Don Domingo acometió con pico y azadón la tierra del fondo de su patio, al pie de la higuera monumental, en busca de respuestas a las preguntas que atormentaban a la familia. Los huesitos sueltos que aparecieron casi en la superficie, iban ya indicando que se trataba del lugar correcto.

Es que “algo” salía en las noches de este rincón, y ese “algo” volvía aquí en las madrugadas, después de haber arruinado el sueño y la tranquilidad de todos.

Con todo cuidado aunque con prisa, el hombre escarbaba, y junto a él, varios vecinos se apiñaban en derredor, con el ansia de saber en qué terminaría aquel escándalo.

Su hijo Marcelino fue acomodando con el mayor esmero aquellos restos, todavía no identificados que bien podían ser de un perro, de un gato o... pero nadie se atrevía a materializar las sospechas en palabras.

En la Colonia Lotes Urbanos, la más vieja de esta ciudad, todo el mundo se enteró, por esos días del año de 1980, de los “duendecillos” que se aparecían en una casa cerca de las vías del tren. El asunto se convirtió en todo un escándalo, gracias a que la esposa de don Domingo, la señora Adriana, le contó todo a su comadre doña Anita, y ésta se encargó de difundir el chisme en la tortillería y en la tienda, de donde irradiaron versiones diferentes, corregidas, aumentadas y tergiversadas a más no poder.

¿Qué pasaba en casa de don Domingo?

Primero, las risitas, risas infantiles que parecían provenir del patio, sacaron de sus casillas a Adriana, porque se escuchaban en horas de la mañana, cuando estaba sola.

En la mesa donde una noche había amasado un pastel que dejó tapado para la mañana siguiente, Adriana notó unas huellas de manitas sobre la harina que ella no había limpiado. Manitas no de ratones, sino de cinco dedos, como de niños muy pequeños, cinco pares de huellas claramente impresas. Estas manifestaciones, sin embargo, nunca produjeron temor entre los habitantes vivos de la casa.

“¿Quién mordió el pastel?”

Nadie en la casa, ninguno de los tres hijos que quedaban solteros reconoció haber mordido el pastel de cumpleaños... ¿para qué hacerlo, si la madre les había entregado un pastel más chico, precisamente para que nadie saqueara el de la fiesta?

Eran, lo sabían los moradores, cosas de niños.

Y los pasos, también de un cierto andar menudito, como de niño, que se escuchaban recorrer la casa desde el patio hasta el larguísimo pasillo que conectaba las cinco recámaras.

Y las cosas que se caían, movidas por invisibles manos traviesas.

Y las travesuras infantiles de cambiar de lugar el vaso con leche en la mesa, el tenedor, el cuaderno, el libro, que generalmente sucedían cuando la víctima de la broma se distraía o perdía de vista el objeto dado.

¿Y aquellos otros pasitos que se escuchaban en las recámaras, cuando la gente estaba por dormirse, y que llegaban segundos antes de que “alguien” o “algo” jalara las sábanas?

Domingo Chávez Avelar, antiguo campesino de sólida raigambre en Delicias, llegó aquí en 1944 desde su natal Jerez, Zacatecas, prácticamente en cueros, como se dice, con una mano atrás y otra adelante. Don Marce fue peón agrícola toda su vida, hasta que un día afortunado se le ocurrió vender burritos entre los macheteros de los ferrocarriles y de los tráilers que cargaban y descargaban mercancías en la estación del ferrocarril. A los pocos años, con ese ingreso extra y algo de sacrificio y ahorro, pudo el hombre comprar una casa propia y dejó de vivir en las horrorosas vecindades de Delicias.

A los Lotes Urbanos fueron a parar los Chávez, pues, e hicieron su hogar en una de las casas más viejas de la ciudad, donde en los años 30 y 40 estuvo la primera de las “zonas rojas” de Delicias.

Domingo nunca ignoró que su casa había sido un burdel.

A este respecto, uno de los amigos de don Domingo le expuso la hipótesis de que los “duendecillos” podían ser niños muertos, o incluso nonatos: “Compadre, si toda esta hilera de casas fueron casas de citas, usted sabe que las muchachas estaban casi como esclavas, y que los dueños de los changarros las obligaban a abortar, esas son cosas que se saben”.

Ahora, el viejo se encontraba escarbando en su patio, como si fuera un espectáculo para todo el barrio.

Cuando el azadón dio con el primer cuerpecito completo, los vecinos y don Domingo se dieron a la tarea de descubrir con las manos, para no lastimarlos, toda aquella hilera de cadáveres pequeñitos de infantes que nunca nacieron.

Una oleada de ternura y de lástima llenó los corazones de los hombres y mujeres que, habiendo acudido por razones de puro morbo, se encontraron con este hecho inesperado.

“Ya, hijitos, ya no anden vagando, descansen ahora, que Dios los bendiga, y que nos bendiga a todos nosotros también, que buena falta nos hace”, dijo la mujer más vieja del grupo mientras bendecía los huesecitos. Y las lágrimas que derramó por los pequeños, hizo que todos soltaran un llanto que fue como un homenaje póstumo para aquellos inquietos “duendecillos”.