El horror nuestro de cada día (290)

LEYENDA DEL NIÑO CON PALIDEZ DE LUNA


El horror nuestro de cada día (290)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2017, 17:05 pm

Por Froilán Meza Rivera

Después de que un niño pálido con palidez de luna les llamó por sus nombres desde lo alto de la escalera, y de que sintieron un temblorcito de miedo recorrerles la espalda, supieron con toda seguridad que se trataba de una aparición. El infante de rostro cadavérico y exangüe se perdió de la vista de los dos niños que lo miraban desde abajo, y ellos no se atrevieron a buscarlo.

Los dos hermanitos: René de cinco y Clara de seis años de edad, sin ponerse de acuerdo, se abstuvieron de comentar nada con sus mayores, ese día.

La vida siguió, y en la siguiente visita a la misma casa, ya no se acordaban de la figura que los inquietó la primera vez.

Jugaban, y de repente los niños se extrañaron de ver aquel perro color tierra en el patio de su tía, porque siempre supieron que ella no toleraba que ninguno de esos animales entrara siquiera a su casa.

Cuando intentaron aproximarse al perro, éste salió corriendo y subió las escaleras hacia el segundo piso. Hasta allá lo siguieron los pequeños, sin acordarse de aquella otra prohibición que tenía impuesta la tía. Los chamacos sufrían las restricciones de Eloísa, y en la mayoría de sus visitas a la casa de la colonia Dale daban gracias al cielo cuando terminaba su estancia.

El perro que veían, un pastor alemán de avanzada edad, se metió debajo de la cama que había en ese cuarto de arriba. René y Clarita se asomaron para sacarlo de su escondite, pero se llevaron una sorpresa, pues ahí no había animal ninguno.

Corrieron escaleras abajo, y contaron a su tía del encuentro con el can. Eloísa los escuchó pero quedó enmudecida, contrario a su costumbre de regañar y retobar por todo y a todos en todo momento.

René miró a Clarita, y entonces a ésta y a su hermano les quedó claro que debían desaparecer de la vista de la mujer, de inmediato.

En el interior de su alma, los niños supieron que el incidente del perro, el fantasmita del otro día, así como la tristeza que acababa de tomar como rehén a su tía, tenían algo en común.

La casa de sus tíos Eloísa y Fernando estaba frente a la vía del tren y era una construcción de adobes que hace treinta años ya era vieja, y que de hecho fue una de las primeras que se construyeron en esa porción de la Colonia Dale. La vivienda era un alargado rectángulo con dos piezas, la más grande servía como sala y era también la recámara de los tíos, quienes poseían un rincón aislado por un biombo pintado con flores. El cuarto chico era cocina y comedor. El baño estaba afuera, y la casa poseía además un segundo nivel, que era una habitación encima de la cocina a la que se llegaba por una escalinata exterior de madera.

Los niños, que optaron por irse a jugar al patio, vieron entrar a su tío Fernando, y se atrevieron a preguntar acerca de la actitud de Eloísa.

Cuando ya creían que el hombre adoptaría la misma postura pensativa que su tía, éste les habló con una voz de tonos bajos, como de cansancio.

“Hace ya como veinticinco años -les dijo, con la mirada perdida en un punto de la barda-, cuando ustedes todavía no habían nacido, su tía Eloísa y yo tuvimos a nuestro primer hijo, Fernandito”.

El primogénito, les relató el tío, murió de una pulmonía que ellos no pudieron evitar y que los médicos no pararon a tiempo para salvar al niño, quien contaba ya con cuatro años y quien dejó solo a su hermanito Esteban, recién nacido.

Cuando Esteban tenía ya los mismos cuatro años de edad que su hermanito muerto, gustaba de subir al cuarto de arriba, donde platicaba con algún amigo -”imaginario”, pensaron los padres—, al que sólo él podía ver.

Tanto se aficionó el niño a su amiguito invisible, que la madre batallaba para traerlo casi a rastras para que viniera a la cocina a comer o a cenar.

Un día, el niñito bajó gritando a sus padres, y los llevó de la mano hacia la pieza de arriba mientras pronunciaba el nombre de su hermano mayor, al que no conoció y del que la pareja nunca le hablaba.

“Fernando”.

“Fernando”, decía, y jalaba a sus progenitores por la escalera.

Al llegar al cuartito, donde -recordaron ellos-, subía la madre a dormir por las tardes al difunto Fernando en el frescor de la pieza con piso de madera que contaba con grandes ventanales, ellos dos y Estebancito vieron al perro color de tierra que los esperaba a un lado de la cama.

El pastor alemán se metió debajo de la cama, donde se perdió de vista.

Fernando y Eloísa sabían anticipadamente que, al asomarse debajo de la cama no verían al perro, y así fue efectivamente: un perro igual, de la misma edad e idéntico aspecto, fue la mascota del hijo muerto, y cuando les sucedió la desgracia, hacía cuatro años, al pobre animal lo atropelló el tren frente a la casa.

Así fue cómo, al cabo de 25 años, Eloísa y su marido, junto con sus nuevos sobrinos nietos, se enfrentaron con el fantasma de su hijo, y con el perro debajo de la cama.