El horror nuestro de cada día (289)

DE "LA CALLE DEL AHORCADO" (NIÑOS HÉROES) AL CHUVÍSCAR


El horror nuestro de cada día (289)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2017, 15:11 pm

Por Froilán Meza Rivera

Lo que hoy en día es la avenida Niños Héroes, se llamaba a principios del siglo pasado la Calle del Árbol, y en tiempos de la Revolución no faltó quien la nombrara como “Calle del Ahorcado”, porque de las ramas de los álamos y sauces que crecían a ambos lados, solían colgar a sus enemigos las fuerzas rebeldes.

Veíanse en ocasiones, y por semanas, largas hileras de colgados sobre las que revoloteaban zopilotes temprano en la mañana.

Desde la Calle del Árbol hasta los barrancos próximos al cauce del río Chuvíscar, había una brecha que corría en diagonal entre callejones y baldíos y que desembocaba en una playita con plataforma de madera a modo de un embarcadero.

A esa brecha se le conocía como “El Callejón del Diablo”, y el embarcadero, por extensión, era también “El Embarcadero del Diablo”. Había ahí de planta una lanchita -a veces eran dos- que servía para cruzar al otro lado cuando el río llevaba agua.

La vereda al río era un pasadizo sombrío bordeado de mezquites muy frondosos, algunos sauces, y de jarillas al bajar el barranco, y atravesaba un tramo solitario. Se veía transitar por ahí a hordas de chamacos que, sobre todo en verano, acudían al río a nadar, a acechar a las ardillas y a los pájaros, y a realizar todo tipo de esas actividades propias de ellos en los pueblos grandes, como lo era Chihuahua hace 100 años. Los niños se encontraban a medio camino con un tenderete de madera y cartones que, a modo de vivienda, había construido un señor de cierta edad, del que se sabía que estaba tísico.

Ya sea por el enfermo, por el nombre del callejón o quizás por su lobreguez, el hecho es que poca gente se aventuraba a pasar de día por esa ruta, si no iba acompañada. Y quien la utilizaba, procuraba salvar el recorrido a toda prisa.

Y como de noche reinaba en ese sendero una total oscuridad, claro que entonces sólo los muy temerarios se atrevían a cruzar.

Cuentan los viejos que, en cierta ocasión, uno de aquellos valientes que alardeaban en las cantinas de que eran capaces de tragarse al mismísimo demonio, había hecho una apuesta con algunos compañeros de parranda. Sin luz alguna, dijo, se internaría en el callejón, tomaría uno de los remos de la lancha del embarcadero y lo traería de regreso, como prueba de haber hecho el recorrido.

Hallándose el valentón casi a la mitad del camino, acertó a vislumbrar una figura que se apoyaba en el tronco de uno de los árboles, y a pesar de su pretendida fortaleza de ánimo, se sobresaltó el valiente, pero se dio valor diciendo: “Ah, ¿diablitos a mí?”... y empuñó su puñal después de haber besado el crucifijo que llevaba en el pecho.

“¡Pues ahora vas a ver!”, gritó con un gritito que le salió más bien como un quejido lastimero, y con el puñal en las manos, se encaminó a la sombra que reposaba bajo el árbol.

No supo cómo, pero de repente todo se iluminó y a los ojos del atrevido sujeto se levantó un horroroso ser que reía burlón. Salió mejor corriendo que quedarse a averiguar de quién o de qué se trataba, y a partir de entonces, pareció justificarse la fama del callejón que desembocaba en el río. De refilón, el pobre señor del jacalito fue señalado también como “brujo”, como “hechicero”, y se le identificaba inclusive con el mismísimo diablo.

Se supo después que otras personas habían asegurado también que habían sido asustadas por el espectro horrendo. Ya nadie se atrevía, ni por equivocación, a usar este camino después de la caída de las tinieblas de la noche.

Con el tiempo, calles y viviendas se acercaron al río, y con el desarrollo urbano desapareció aquella vereda que se conoció como “El Callejón del Diablo”, así como el "Embarcadero del Diablo” que, se sabe, estuvo en la margen sur del Chuvíscar, en algún punto de los barrancos que había entre las actuales avenida Independencia y Calle Séptima.