El horror nuestro de cada día (255)

MEMORIAS DEL PUEBLO PERDIDO


El horror nuestro de cada día (255)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2015, 22:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

A los pescadores que se internan en estas aguas del Rebalse, sorprende a veces, en horas de la noche, una intensa luminosidad que se origina en el fondo, y que los novatos no saben a qué atribuir.

Todos ven la luz, mejor dicho, las luces —que son varias— como de fogatas o fogones de cocina alumbrando las casas del pueblo fantasma que yace en el fondo. A veces, estas luces de fogatas que arden sin fuego, se levantan del fondo y salen al aire del lago, pero ganan poca altura antes de incendiarse con resplandores de luz de bengala, como si explotaran.

Pero nosotros sabemos que ése es nuestro pueblo, el viejo caserío de San Lucas, que desapareció sin remedio, gracias a que a todos nos ganó la ambición. Al estilo de la legendaria Atlántida, las murallas de esta ranchería siguen de pie, aunque ahora son moradas de peces. De pie debe seguir el cimiento de la capillita; de pie estuvieron pocos meses las bardas y paredes de adobe antes de remojarse y de deshacerse como galletas en leche.

Y a la tragedia de perder la morada de nuestros dioses tutelares, se sumó el drama, primero, y la tragedia posterior, de saber que Tata Luisito murió solito, aferrado sin compañía ninguna, a sus sillas y a la mesa, y a su viejo roperito de caoba importada.

Ninguno estuvo ahí, aunque todos los del pueblo se mantuvieron pendientes. Siempre es triste conocer de la muerte de alguien, pero ¿qué debíamos de sentir nosotros que lo conocíamos y que sabíamos que no abandonaría su casa?

De eso hablábamos nosotros, trepados en la peña, hace ya 65 años. ¿Iba a salir corriendo por la puerta de la cocina, el anciano necio? ¿Se iba a animar a última hora a subirse a la lancha que sus amigos le dejaron en su patio, por si decidía salvar su vida?

Decenas de sus antiguos vecinos manteníamos la vista puesta sobre el caserío que, en cosa de unas cuantas horas, tal vez de pocos días, iba a quedar sepultado bajo las aguas.

Íbamos y veníamos a la peña del cerrito, nadie quería perderse el espectáculo sin igual, una vez que estos rancheros terminaron de mudar sus pertenencias y sus animales al campamento provisional que la Comisión Nacional de Irrigación (CNI) les había preparado con láminas de zinc en la loma.

Y pues si el viejo se aferró a su mísera tierrita, a todos nos dio por tenerle un súbito respeto y por rendirle una secreta admiración.

Inicialmente, el proyecto nos fue presentado como algo monumental que traería beneficios sin cuento a la nación completa. Se iban a irrigar no sé cuántos millones de hectáreas con el gigantesco lago que se formaría sobre los terrenos del ejido San Lucas.

Así nació, en la década de los años cuarenta del siglo reciente pasado, la presa Francisco I. Madero, que el pueblo conoce como “Las Vírgenes”.

Así se edificaron sus cortinas, y así ganó en volumen de almacenamiento esta presa, y ninguno de los viejos ingenieros insistió nunca, ni en secreto, en sacrificar un niño o una doncella ni enterrarlos en los cimientos para que guardasen las instalaciones. No hizo ninguna falta sacrificar a nadie más. Ahí estuvo Tata Luis, inmolado por voluntad propia.

Y nosotros que ahí estuvimos, nada hicimos para impedirlo. Un pedazo de cada uno de los habitantes del viejo San Lucas se fue con la inundación, junto con don Luis Manríquez. Se dice que todos estamos ahogados desde entonces.