El horror nuestro de cada día (254)

VOLVIÓ A NACER, RICARDITO


El horror nuestro de cada día (254)

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2015, 22:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

Estando yo del otro lado de la calle, me percaté de que mi hijo Ricardo, de apenas dos años, me había seguido sin que nadie se hubiera dado cuenta, y ya en plena calle movía él sus piernitas velozmente para alcanzarme. Un automóvil al que no le noté ni el color ni el modelo, ni nada más, se acercaba a donde estaba el pequeñito, y éste caminaba con su andar de pingüinito, por lo que el encontronazo era inevitable.
Dice mi esposo que yo tenía el terror dibujado en mi rostro, que estaba blanca como sal y que los ojos me saltaban fuera de sus órbitas. Él me veía desde el patio donde estábamos en una fiesta, a través de una cerca de tablas salteadas, pero por mi aspecto, sintió que algo terrible estaba pasando.

Grité con un grito que me salió de la garganta como un apagado y agudo chillido, y me sentí morir, y quise que el cielo me hubiese cambiado por él, para hacer frente yo al automóvil que iba a matar al hijo de mis entrañas. El niño y el automóvil que nunca se detuvo se encontraron a media calle y, aunque no escuché el inevitable sonido del atropello, supe que Ricardito iba a quedar destrozado...

Yo tenía tres meses de embarazo de mi segundo bebe. Ricardo, el primogénito, acababa de cumplir los 2 apenas un par de meses atrás de esa fecha. Para ese día, creo que era domingo, nos habían invitado a festejar el cumpleaños de un amiguito de mi hijo. La familia anfitriona acertadamente había organizado una albercada, y los pequeñines pudieron mitigar los calorones que aquí en esta tierra son bastante elevados.

Era un 11 de junio, y cuentan los ancianos que por esas fechas el clima cambia siempre y de manera drástica, algo a lo que nosotros nunca habíamos puesto atención.
En la tarde se empezó a soltar un vientecillo que poco a poco se fue tornando más y más fresco, hasta que fue necesario sacar a los hijos de la alberca y ponerles ropa adecuada, pero para mí no era suficiente. Yo, como buena madre primeriza, cargaba hasta con el molcajete: con cobijas en verano, con botellas de agua purificada, con cremas para las alergias, y hasta con sueros antiofídico y antitetánico, amén de un botiquín básico de emergencia. Así que encargué a mi hijo con su padre y me dirigí al carro en busca de algo más abrigador para el Richi.

Todo pasó tan rápido, que cuando me di cuenta vi a mi hijo cruzando la calle, tan rápido como sus piernitas de 2 años se lo permitían. En ese momento fue cuando volteo hacia la calle y veo que un carro viene a toda velocidad, que mi hijo corre hacia mí y que el carro estaba cada vez más cerca. Yo estaba completamente paralizada, viendo cómo ese auto y mi hijo iban llegando a un punto de encuentro. Vi claramente a mi hijo a la mitad de la calle y de repente el carro pasó...

Sentí que el mundo se derrumbaba a mi alrededor. Corrí. Pensaba encontrar a mi hijo muerto, pero no, sólo estaba llorando, tirado en el pavimento sin un solo rasguño. Para descartar cualquier lesión lo llevamos al hospital y sí, resultó el niño con una pequeña fisura en la tibia, le enyesaron su piernita y después de pagar nos dirigimos a nuestra casa. Para esa hora ya el frío calaba los huesos, y aterida y cansada, pero ya bastante ya más tranquila, y analizando la situación, no podía entender cómo mi hijo pudo sobrevivir, porque yo casi puedo jurar que vi cómo se atravesaban las trayectorias del niño y del auto fantasma.

Nadie me quita de la cabeza que un ángel tomó entre sus brazos a mi pequeñito, y evitó así el terrible desenlace. Ese ángel no es otro que mi madre muerta, quien me debe estar protegiendo desde el más allá.