El horror nuestro de cada día (232)

SINGULAR CASA ENCANTADA


El horror nuestro de cada día (232)

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 23:53 pm

Por Froilán Meza Rivera

La pala helada se hunde impía en la tierra remojada, blanda de humus y de arcillas prehistóricas.

Frío es el contacto con las baldosas de cantera, húmedas de humedad vieja atrapada en el suelo centenario. Fría es la tarde herida por un rayo del Poniente antes de que las sombras se adueñen de esta tierra.

Muy superficial es todavía la zanja abierta en el fondo del patio de aquella casa embrujada del barrio embrujado de la calle De la Llave. Pero salen entre palada y palada, unos huesitos que de tan pequeños se antojan de gato, y la sorpresa desagradable golpea a los presentes con el descubrimiento de un cráneo que se alinea con un costillar —el craniecito es desmesurado, como de un bebé o de un feto— y de una clara mariposa de huesos pélvicos.

Salen a la postre dos, tres, seis y probablemente siete esqueletitos de niños nonatos, en este patio maldito de una casa maldita.

Abundan las casas embrujadas, perturbadas por presencias y vibraciones malévolas, aquí, en la Calle De la Llave, entre la 13 y la 17, abundan los solares y los edificios que nadie renta a pesar de que sus propietarios cotizan a bajo costo su alquiler. O de plano, hay casas que nadie renta nunca.

Es ésta hoy en día una casa amarilla con café, demolida hace más de veinte años y vuelta a construir con materiales modernos, pero el letrero de “se renta” parece eterno. Era, en el tiempo del descubrimiento de los fetitos, una casona ya vieja, de adobe, con fachada de gran ventana y con puerta grande de madera al frente, con pasillo que desembocaba en el patio central.

Aquí vivió Conchita Beltrán, una enfermera de quien se dice que practicaba abortos.

A Conchita, me cuentan, se la comieron sus gatos en otra casa a donde se mudó. Porque tenía muchos gatos la mujer, unos nueve o diez, y se la empezaron a comer después de que muriera sola sin auxilio de nadie. Se la estaban comiendo sus propias mascotas, de pura hambre porque estaban encerradas con la puerta trancada y sin poder acudir a otra fuente de proteínas. El caso es que, a pesar de que en vida la han de haber querido mucho, se la comieron sin merced, los gatos.

Me cuenta Macrina que a esa casa le hicieron exorcismos. Y que el dueño, quien vivía creo que en Satevó, decidió un día que iba a escarbar para descubrir el origen de los llantos de bebé que se escuchaban ahí.

Es que en la casa vivió una pareja a la que Macrina encontró una vez en plena calle a media noche, tiritando expuestos al frío, tapados sólo con una cobija que han de haber pepenado en su huída. “Ya no aguantamos, nos cambiamos mañana”, le dijeron a mi amiga.

“¿Por qué?” —Les preguntó.

“Es que hoy cuando dormíamos, nos destaparon, nos jalaron los pies, nos movieron los muebles... fue una noche de terror, y ya no aguantamos más”. —Le dijeron entre sollozos.

Macrina había ido días antes de este incidente, a preguntar a la pareja que si tenían un bebé, porque todos los días escuchaba en su casa de al lado, los llantos de un recién nacido, que chillaba con ganas.

“No, no tenemos hijos, pero también hemos escuchado esos llantos, que ya nos tienen hasta el gorro”.

Por eso, decidieron cambiarse.

Este inmueble ha sido oficina de todo, y hasta unos judiciales que vivieron aquí, dormían con la metralleta en la cabecera. Decían estos policías que el teléfono sonaba y sonaba a la media noche, y que cuando se levantaban a contestar, estaba la bocina suspendida en el aire, y el disco giraba solo, cual si una mano invisible marcara un número del infierno.