El horror nuestro de cada día (214)

EL VIENTO SOPLABA ENTRE LOS VENTANALES


El horror nuestro de cada día (214)

La Crónica de Chihuahua
Julio de 2015, 23:39 pm

Por Froilán Meza Rivera

Era fama entre los vagabundos que se refugiaban entre aquellas paredes, que se escuchaban todos los sonidos domésticos que alguna vez fueran reales, desde el roce de la cuchillería de plata contra la loza de china, el distintivo tintineo de las cucharillas contra las tacitas del mismo estilo, hasta cuando el trinche detenía la carne y el cuchillo la cortaba. Era un entretenimiento macabro para algunos de aquellos parias, distinguir cada sonido de aquellos rituales horarios que se sucedían durante el día. Con la penumbra producida por los cortinajes desgarrados que aún pendían de sus ventanales ahora sin vidrios y casi sin marcos, se formaban sombras inciertas movidas por rachas de viento, y muchos de los vagabundos no aguantaban los sonidos de la casona. Se iban raudos y huían perdiéndose en los jardines igualmente ruinosos.

Muchos años después de que aquella quinta señorial hubiera quedado sola y abandonada, siendo ya casi una ruina de la que a simple vista no se podía discernir su glorioso pasado, el aroma de platillos delicados y el inconfundible vaporcito del té, seguían siendo presencias ahí.

Para Saúl, quien era de hecho un aristócrata venido a menos y convertido en pordiosero de la noche a la mañana por un desafortunado negocio de juegos de azar, no era difícil imaginarse y aun recrear y revivir, las rutinas de aquellos fantasmas:

Después de tomar el té a la usanza inglesa, todos se levantaban de sus asientos dispuestos en torno a las mesitas en el salón, se despedían de los anfitriones con una inclinación de cabeza, los caballeros tal vez con un delicado beso en el guante a la señora, y la desbandada dejaba desierta la estancia.

Así se lo representaba Saúl, quien conocía de oídas la historia del espanto que se vivió aquí en los últimos días de la familia Cereceres.

La cena, igual que el desayuno, el almuerzo y el mismo ritual del té, tenían su propio horario, inflexible horario, del que sólo sería dispensado el señor de la casa en virtud de alguna ausencia por razones de trabajo.

La casa de la familia Cereceres, a mediados del siglo XIX, era una referencia en el ambiente de la alta sociedad en esta población provinciana, sobre todo por la influencia europea que ellos diseminaban entre el resto de los ricos locales. Doña Soledad Cereceres, nacida D’Loire en el seno de una afrancesada familia de la Ciudad de México, dejó todo el glamour de su círculo social para venir a radicar acá en compañía de su esposo, a quien tuvo la obligación de seguir.

La ruina de esta fina estirpe comenzó con la traición que hizo el dueño de la casa a su señora esposa, toda fidelidad ella, toda rectitud y toda aburrimiento. Don Rafael Cereceres había traído consigo, de uno de sus viajes al puerto de Veracruz, a una muchacha a quien, dijo, había contratado para el servicio de la casa, por hacer caso a un su amigo de allá del puerto que lo conminó a acoger a la doncella, quien había quedado huérfana recientemente.

Era ella una criatura preciosa, tierna en sus 19 años contrastantes con los más de sesenta del amo, quien se enamoró de su terneza y juventud y la obligó a tener relaciones carnales con él. Esto sucedía en la casa misma de la familia Cereceres, y aunque nunca dijo nada, doña Soledad algo sabía, y su mirada se tornó taciturna y triste.

Poco a poco, el marido ya no asistió con regularidad a los rituales de las horas de los alimentos, y la doña se ausentaba también con cualquier pretexto.

Tal vez el rompimiento de las rutinas fue el inicio de algo que habría de desencadenarse posteriormente. El caso es que, a un año y medio de que el señor regresara de Veracruz con su botín, la niña porteña amaneció muerta un día en su alcoba de sirvienta, pues se suicidó con una cuerda que amarró del cielo raso.

El dueño de la casa tuvo una muerte espantosa tres meses después, degollado con la hoja de una máquina cultivadora que estaba probando en el almacén de su hacienda, solitario el señor, a la media noche. Fue encontrado a la mañana siguiente, desangrado y con la cuchilla todavía clavada en su garganta.

Por último, la señora Cereceres, nacida D’Loire, rindió tributo a la tierra a su manera, habiendo perecido de extraña condición que no la hizo sufrir.

Sin herederos visibles, la fortuna y la casa pasaron a ser propiedad de la hacienda pública, y el inmueble, sin ser utilizado, se derrumbó al cabo de unos ochenta años de abandono.

Ahí mismo, en actitud de sostener una tacita de té con la mano izquierda, con el meñique levantado en delicado gesto, encontraron también al desdichado aquel, a Saúl sin apellidos, pretendido aristócrata convertido en pordiosero.

Y casi inmediatamente después de que recogieron este último cuerpo, lo que quedaba de la casa se vino abajo, y hoy en día no existen cimentos que recuerden su olvidada grandeza, sólo la leyenda.