El horror nuestro de cada día (CXVIII)

EL NOVIO ENDIABLADO


El horror nuestro de cada día (CXVIII)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2011, 20:00 pm

Por Froilán Meza Rivera

“Mi mamá no veía los perros negros que cuidaban el cuarto de mi hermano enfermo, pero yo sí, tal vez porque a ella también la estaban influenciando. Ahí estaban seis perros que me gruñían, y no me dejaban pasar a ver a Fernando, la última vez que intenté entrar, casi me mordieron”.

“Y Fernando sin poder moverse, postrado en cama, como en shock y sin poder hacer nada”.

Angélica Alvarez percibía incluso “presencias” que revoloteaban alrededor de la cama de Fernando. A éstas no las podía ver, como veía a los perros, pero las sentía como sombras, como espectros malignos.

Todo empezó a partir de una circunstancia aparentemente feliz, que fue el compromiso matrimonial de Fernando Alvarez y su novia Refugio (Cuquita, la hosca y odiada Cuquita, que nadie supo cómo se le metió al muchacho entre ceja y oreja). El anuncio del próximo casamiento de la pareja se hizo de la manera más formal en el domicilio del novio, con la asistencia de aquella vieja seca que se hacía pasar por tía de Cuca, y quien era, al parecer, su única pariente cercana. La señora Rosarito, como la conocían, tenía una muy extendida fama de bruja y era evitada por todas las señoras del barrio. Nadie la invitaba nunca a su casa.

Por alguna razón, a Fernando se le desinfló el ansia por formar familia con la novia, y sin más, un buen día le avisó a ésta de su decisión de romper el compromiso. Cuentan que los gritos y los insultos se escucharon en toda la cuadra: a Fernando, Cuquita no lo bajó de eunuco, de estéril, de impotente, entre otras lindezas con que le reprochó su “traición”. “Pero no te la vas a acabar, te vas a morir y nunca vas a saber por dónde te llegó el daño”, fue la terrible amenaza que profirió la desencajada mujer, quien en dos minutos pareció envejecer treinta años, en contra del hombre que la traicionaba.

Fernando, sorprendido al ver los cambios en el rostro de su examada, cayó en la cuenta de que romper con aquella bruja fue la mejor decisión de su vida.

Pero al mismo tiempo, el arrepentido novio supo que algo, algo de muerte y de sufrimiento, estaba por sucederle. Al cabo de una semana, Fernando, quien fue sano toda su vida, sufrió un ataque epiléptico que lo hizo caer de una altura de más de dos metros desde el andamio donde pegaba ladrillos, en su trabajo como albañil. Y aunque los doctores no le encontraron daños orgánicos, el muchacho ya no se movía y permaneció en cama, donde sólo atinaba a probar bocados de la mano de su madre.

Fue entonces cuando llegó a la ciudad su hermana Angélica, quien se dio cuenta de que aquella casa y aquella enfermedad de su querido Fernando, estaban envueltos en algo malo.

Otros signos inquietantes empezaron a aparecer en el cuarto: no importaba cuántas veces la madre y la hija abrieran las cortinas del cuarto de Fernando, éstas terminaban siempre cerrándose solas. El ambiente se enrareció con la llegada de un persistente olor desagradable, como si algo se estuviera pudriendo debajo de la cama del muchacho. Y los vidrios de la ventana se empañaban con un vaho helado, y todas las piezas de metal se congelaban, como si les estuvieran aplicando alguna sustancia refrigerante.

“Los perros aparecían sólo de noche, porque yo sí podía pasar en el día. Lo malo es que mi hermano ya estaba muy dañado, y nomás duró vivo como seis meses después del embrujo”.

Pero los perros eran reales, porque varios vecinos también los vieron, e incluso llegaron a morder a dos hombres que pretendieron alejarlos de la puerta. Cuando llegó el cura de la parroquia de la Soledad a la vieja casa, el señor no se atrevió, y no dio para ello ninguna razón, a traspasar el dintel de aquella puerta, que en esos momentos estaban libres de las negras fieras guardianas. “A mí me dio vergüenza por el padrecito, quién sabe qué haya sentido”, dijo después Angélica.

Un día, la hermana de Fernando alcanzó a ver a una anciana en la parada del camión, y su rostro le pareció tan familiar que se dio cuenta de que se trataba de la mismísima Cuquita, la despechada bruja que le echó la maldición a Fernando, y la encaró. “No te metas, que puedes salir tú también perjudicada”, le gruñó aquella mujer que apenas un mes antes tenía un rostro hermoso y una figura que muchas le envidiaban en el barrio. “No te metas. Fernando va a morir con dolores que lo volverán loco, pero yo contra ti no tengo nada, apártate”.

Seis meses sufrió Fernando algo que sólo él supo, y al cabo de ese tiempo, un día la habitual expresión dolorida de su rostro se esfumó, y murió tranquilo. “Aquellos perros que nunca nos dejaron pasar al cuarto de mi hermano, dejaron la casa y ya nunca más se les vio por aquí”.