El horror nuestro de cada día (CVIII)

EL NIÑO QUE SALIÓ DE LA NADA – Muerte y tragedia en Nombre de Dios-


El horror nuestro de cada día (CVIII)

La Crónica de Chihuahua
Mayo de 2011, 22:45 pm

Por Froilán Meza Rivera

Nombre de Dios, año 1968.- Una tarde de invierno, ya metido el sol, la conversación alrededor de una fogata derivó en historias de espantos, y cada uno en la ronda de nerviosos chiquillos sentía que se le erizaban los cabellos en la nuca con cada caso que se contaba. Era una espiral que subía de tono y que los atrapaba como una droga... hasta que...

En el Nombre de Dios que estaba dejando de ser un pueblo separado y un seccional del municipio de Chihuahua, y que ya para ese año de las Olimpiadas era una aislada colonia de la capital, sólo comunicada con Chihuahua por la anchurosa Calzada Morelos (hoy Heroico Colegio Militar), un terrible caso conmocionó a la población.

Atrás de la escuela primaria que se encuentra todavía hoy a un lado de la placita y que funciona ahora como telesecundaria, solían reunirse algunos chamacos del rumbo.

Desharrapados todos, llenos de polvo todos necesariamente por el contacto con la tierra, las edades de estos muchachos no rebasaban en ningún caso los 11 años. Se apresuraban ellos para juntarse después de la escuela, apenas y “tocaban base” en su casa y aventaban la mochila en algún rincón y hacían como que probaban la comida de mamá.

Su pasatiempo era vagar, excursionar, explorar, hacer cosas juntos, tal y como lo hacen todos los niños grandes en todo el orbe.

Sus lugares favoritos eran el callejón arbolado que llevaba al río, el puente colgante sobre el río Sacramento, la larga ruta a la Quinta Carolina, unas huertas bardeadas que por prohibidas eran preferidas por la pandilla y, por supuesto, el baldío detrás de la escuela.

En el baldío, pegaditos a una semiderruída barda de adobes, se reunían a fumar, a patear un deshilachado balón que habían robado a un equipo de futbol que entrenaba por la fábrica de Cementos, y a contar historias de aparecidos.

Las tertulias duraban hasta el anochecer, cuando, con el miedo metido en la piel, salían presurosos hacia el abrigo bienhechor del hogar, donde los esperaba la madre con el reclamo sempiterno de la tarea olvidada. "A ver a qué horas, mugre chamaco, pero si no veo la tarea, no va a haber cena".

Una tarde de invierno, ya metido el sol, la conversación alrededor de una fogata derivó en historias de espantos, y cada uno en la ronda de nerviosos chiquillos sentía que se le erizaban los respectivos cabellos con cada caso que se contaba.

Era una espiral que subía de tono y que los atrapaba como una droga: más mal se sentían, más dosis de miedo querían.

Salido de nadie supo dónde, se dieron cuenta de repente de que entre ellos se había colado un niño desconocido, que vestía muy raro: un pantaloncito corto que les pareció ridículo, un saquito bien planchado y hasta elegante pero pasado de moda, y una corbatita de moño, como la que a ellos les impusieron sus madres en la ceremonia de la primera comunión. El niño aquél era como de su misma edad, güerito, muy limpio y peinado con copete relamido hacia atrás.

Definitivamente no era del rumbo.

Lo interrogaron, que de dónde venía, que dónde vivía, que qué diablos hacía ahí con ellos, y a esa hora...

El extraño apenas les respondió con algunas evasivas y en tono bajo de voz, como con timidez.

"¿Te quieres juntar con nosotros?" -preguntó el más chaparrito de ellos. "Sí, me gustaría mucho", respondió el extraño.

A Pancho, el rudo, le pareció que si el rarísimo chavalo venido de alguna casa "popis" quería hacer migas con ellos, debería primero pasar por el consabido rito de iniciación.

El niño aceptó, y de inmediato se vio con un cigarrillo encendido en la boca, aspirando y tosiendo para ser uno de la pandilla.

Pero algo se atoró en su garganta, al parecer una bocanada de humo que se negó a salir, y el rostro del infante se puso primero rojo, luego morado, y no dejaba de hacer visajes y expresiones de angustiosa asfixia.

No faltó quien le diera golpes en la espalda... lo sacudían... revoloteaban sin cesar tratando de no permanecer impasibles ante la desgracia que se estaba gestando delante de sus ojos... gritaban, lloraban...

Todo resultó inútil. El niño de los pantalones cortos y la chaquetita con moño se desplomó inerte, con una expresión de terror congelada en su cara, con las manos agarradas a la corbatita ridícula.

Tieso, inmóvil.

Algunos de los chamacos ya habían traído a sus mayores, llegó el gendarme de la caseta de policía que hacía guardia a una cuadra, y en pocos minutos la multitud fue tan grande que hubo que encender otra fogata.

La autoridad dio fe del incidente, a nadie se culpó por lo sucedido, pero para asombro de todos, el niño no fue reclamado a pesar de que se hicieron indagaciones entre la gente del pueblo y aún en otros rumbos de la ciudad

¿De dónde salió? ¿Por qué vestía ropas de niño rico? ¿Por qué estaba tan pulcro, y quién lo peinó? Ni padres, ni parientes, ni nada, el depósito de cadáveres conservó el cuerpo algunas semanas hasta que todos se cansaron de buscar, de preguntar sobre el niño que salió de la nada.