El derecho al trabajo

Por Abel Pérez Zamorano


El derecho al trabajo

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2019, 07:10 am

(El autor es un chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y profesor-investigador en la División de Ciencias Económico- Administrativas de la Universidad Autónoma Chapingo, de la que es director.)

El trabajo no es un castigo, sino condición vital de la existencia misma de la sociedad; está en el origen del género humano, y no solo hizo posible el surgimiento de esas maravillas de la naturaleza que son el cerebro y la mano del hombre, sino que es fuente de todos los satisfactores de sus necesidades y de cuanto económicamente tiene valor. Gracias a él, el hombre transforma la naturaleza y crea su entorno físico, económico y social, y mediante la actividad productiva puede desplegar todas sus capacidades y realizarse como ser humano. Cuánta razón tuvo el poeta español José María Gabriel y Galán cuando se refirió al trabajo en estos versos: “Redimes y ennobleces; fecundas, regeneras, enriqueces; alegras, perfeccionas, multiplicas; el cuerpo fortaleces y el alma en tus crisoles purificas”. El trabajo es actividad indispensable para preservar la salud física y mental, principio que la medicina ha practicado desde antiguo a través de lo que hoy se denomina terapias ocupacionales. Por el contrario, la falta de trabajo, además de afectar al cuerpo humano, provoca en los desempleados, condenados al ocio forzoso, un sentimiento creciente de frustración. Por eso el trabajo es un derecho fundamental en tanto medio de realización, actividad propiamente humana, de ahí que impedir a un hombre que trabaje es quitarle algo de su esencia misma, es, en cierto modo, destruirlo; las secuelas del desempleo son socialmente destructivas.

En el mundo, el problema se torna cada día más grave. Un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), presentado en el Foro Económico de Davos, reporta que el año pasado cerró con un aumento de cinco millones en el número de desempleados en el mundo, para arrojar un total de 202 millones; a escala global, el seis por ciento la población económicamente activa (PEA) está desocupada, aunque en casos como España y Grecia es más del 25 por ciento. Particularmente preocupante es el incremento en la desocupación de los jóvenes menores de 25 años: en España y Grecia supera el 57 por ciento, y en toda la Unión Europea afecta al 24 por ciento. En México, según la UNAM, arriba de 7.5 millones de jóvenes en edad de estudiar en la universidad no pueden hacerlo, tampoco cuentan con un empleo. Nada tiene de extraño entonces que, en este ambiente, innumerables personas se vean empujadas a la delincuencia para aumentar sus ingresos o incluso para sobrevivir.

El desempleo constituye un derroche del recurso productivo más valioso: la fuerza de trabajo, y no por causas circunstanciales como alguna política económica en particular (aunque agravan o atenúan, no constituyen la causa de fondo); es un fenómeno crónico, inmanente a la naturaleza del propio sistema, estrechamente asociado con la competencia entre empresas y la maximización de la ganancia. Para alcanzar ese propósito, el desarrollo tecnológico vuelve superfluos a un número creciente de trabajadores que son desplazados por el empleo de máquinas y la automatización de los procesos productivos; éste es un fenómeno antiguo que data de la época de la Revolución Industrial, y, en consecuencia, del que surgió el movimiento ludita en 1812, lucha del obrero contra las máquinas a las que consideraba sus enemigas. Por otra parte, es bien sabido que de cada nueva fusión de empresas, o de adquisiciones, resulta personal excedente que debe ser despedido, siempre en aras de la competitividad y en interés del capital: con los desempleados se forma el llamado “ejército industrial de reserva”, que permite mantener bajos los salarios, y para ello usa a los desocupados que presionan desde fuera por un empleo y compiten con quienes sí lo tienen. Por eso, aunque se habla de combatir el desempleo, en realidad, dentro de ciertos límites, el propio sistema lo necesita.

Todas estas causas estructurales son potenciadas por las crisis. La propia OIT ha encontrado que el creciente desempleo está asociado con la crisis de 2007, cuyos efectos aún se manifiestan. La teoría y la experiencia económicas muestran que con cada nueva crisis millones de personas son arrojadas a la calle, para ser readmitidas después en tiempos de recuperación, aunque según mediciones recientes, el empleo tarda cada vez más en reaccionar y lo hace en menor proporción que la producción, más débilmente, pues entra aquí en juego el llamado jobless growth o crecimiento sin empleo. La OIT señala otro fenómeno: “Despierta particular preocupación el hecho de que cada vez más jóvenes experimentan el desempleo por largo tiempo. Alrededor de 35 por ciento de los jóvenes desempleados en las economías avanzadas han estado sin empleo durante seis meses o más”. Esta tendencia cada vez más acusada revela, de paso, que las crisis se prolongan cada vez más, como la actual, y que su recuperación es cada vez más débil.

Pero debido a la competencia en la búsqueda de mayores ganancias, la economía de mercado genera desempleo para muchos, pero aumenta a la par la intensidad y la jornada de trabajo entre los que están ocupados, como ocurre en México. Según el informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), correspondiente a mayo de 2013, los trabajadores mexicanos laboran dos mil 250 horas al año, por encima de los habitantes de países miembros de la OCDE, que trabajan mil 776 horas (How’s Life? 2013: Measuring Well-being). Contra lo que tradicionalmente se asume, el avance tecnológico no aligera el trabajo, sino que lo hace más intenso y prolonga la jornada. Es más intenso el trabajo en la fábrica que en el taller de la manufactura; antes, el trabajador manejaba las herramientas, mientras que ahora la máquina impone su ritmo y una férrea disciplina.

Hay todavía una paradoja más del empleo: de una parte, la economía de mercado lanza a la calle a millones de adultos, mientras que, de otra, incorpora al trabajo a más niños; según la OIT, en el mundo existen aproximadamente 250 millones de infantes de entre cinco y 14 años de edad que trabajan en alguna actividad económica. En el África subsahariana, el 26.4 por ciento de los niños de entre cinco y 14 años de edad trabajan. Varios factores determinan esta tendencia: los bajos salarios pagados a los padres obligan al empleo de niños para completar el ingreso familiar; a los menores puede pagárseles salarios más bajos, en parte por su menor capacidad para resistir; los procesos tecnológicos favorecen cada vez más el empleo de niños porque ellos pueden realizar de mejor manera algunas actividades. Pero el común denominador subyacente es que en determinadas circunstancias contribuyen más que los adultos a generar ganancias.

Así pues, para alcanzar la armonía social, para elevar la calidad de vida de toda la sociedad, acrecentar la riqueza disponible y mejorar los niveles de salud; para que el hombre realice plenamente todas sus capacidades y ponga en juego su inteligencia, es necesario asegurar un empleo a todo aquel que lo necesite y garantizar un salario decoroso, acorde con el incremento ya registrado por la productividad: se han generado los recursos suficientes para ello. Claro, esto va contra el interés de la ganancia, principal resistencia a vencer en este esfuerzo.