Crónicas de mi tierra, Chihuahua (VI)

EL SEÑOR DE MAPIMÍ, LA IMAGEN QUE LLEGÓ SOLA


Crónicas de mi tierra, Chihuahua (VI)

La Crónica de Chihuahua
Junio de 2014, 21:12 pm

Por Froilán Meza Rivera

Más increíble que la propia historia, es el hecho de que ésta no se haya dado a conocer antes a las recientes generaciones. Pero gracias a Norma Luz González, a Fanny Alejandra Martínez y a Lorena Aralí Pérez Macías, autoras de una recopilación de tradiciones orales, es como puede llegar hoy al público la legendaria historia de la imagen del Señor de Mapimí.

Un día del año 1850, en plena época de grandes sacudidas sociales y políticas en el país, apareció de repente en la Plaza de Armas de esta capital, un carrito de mulas, que se acomodó en un lado de la calle.

Era un carruaje pequeño, sin muelles, sencillo, arrastrado, dicen, por dos hermosas mulas blancas. Lo curioso era que el conductor no se veía por ningún lado.

Algún peatón, y alguno de aquellos hombres sin oficio que la pasaban cachetona en las bancas de la plaza, se asomaron a ver, pero lo único que había ahí era una caja de madera. Nadie se atrevió a tomar aquello, ni siquiera a hurgar, esperando a que en cualquier momento apareciera por ahí el cochero.

Por la tarde, las mulitas, solas, sin que nadie las condujera, arrimaron el carro a la catedral y lo colocaron cuidadosamente a las puertas del templo. Increíblemente, ahí permaneció el carrito haciendo guardia por varios días, sin que los animales desfallecieran por el hambre, y sin que se hubieran bajado a dormir. Ahí, como fieles soldados, las mulas aguantaron frío, calor, hambre y cansancio.

“¿Y el cochero?”

“¿De quién será el carro? ¿por qué está aquí?”

“¿Y cómo se sostienen estos pobres animales de pie?”, se preguntaban los feligreses y los vagos de la plaza, al ver que el martirio de las mulas no llegaba a su fin. Finalmente, en acuerdo los religiosos franciscanos con el capitán de la guardia del Ayuntamiento, decidieron desenganchar las mulitas y darles agua y avena, aunque parece ser que ya alguien, tal vez un conductor de los carros de alquiler, se había compadecido de ellas y les había llevado algún alimento.

Bajaron entonces la caja, la abrieron y sacaron la paja que impedía que se dañase el objeto que contenía. Era una imagen de Cristo, llamado el Señor de Mapimí, igual a la que se adoraba en Cuencamé, en el sur de Durango. Era una estatua labrada en madera. Ésta es la misma imagen que actualmente se encuentra del lado izquierdo a la entrada de la puerta mayor de la catedral y a la que en años recientes le añadieron un altar a sus pies dedicado al santo chihuahuense San Pedro de Jesús Maldonado.

Llegó el Cristo solo, pues, sin que nadie aquí lo hubiera requerido, y sin que nadie hubiera avisado de su envío.

El misterio encantó a los chihuahuenses de entonces, hartos como estaban de guerras intestinas y de golpes de estado. En efecto, el hecho de que el carruaje hubiera llegado sin cochero, era el signo de que se trataba de un milagro. Cuando los misioneros franciscanos encargados de la parroquia decidieron otorgar un lugar de culto a esta nueva imagen, le dedicación se realizó en una misa especial, y el templo se abarrotó de tanta concurrencia.
A todos fascinaba el misterio, y más cuando se supo que las mulitas, una vez que se les desunció del carro, desaparecieron. Simplemente, dijeron entonces, los animales se fueron caminando rumbo al sur, tal vez por el Camino Real, y ya nadie supo dar razón de ellos.

La imagen de madera se hizo célebre, y su fama duró décadas, aunque hoy en día ya nadie se acuerda del prodigio de su aparición en esta tierra. Algo curioso es que este Cristo, al parecer, tiene articulaciones, pues su cabeza y extremidades están unidas por goznes, lo que hace posible que se mueva. De hecho, muchos feligreses notaron que se movía, lenta y pausadamente, y que volteaba su cara alternadamente a ambos lados. Actualmente es difícil apreciar dichos goznes, y suena increíble que el Cristo haya llegado desde la ciudad de México (porque una versión aseguraba que la había enviado acá el mismo Obispo de la Catedral Metropolitana de la capital) guiado y transportado tan sólo por dos mulas.

Según doña María Alcalá, los ancianos contaban que, con el paso de los años, el Cristo fue perdiendo el movimiento, y esto se atribuye a que los feligreses olvidaron el milagro que sucedió hace tantos años.