Crónica de la más grande bandera mexicana jamás hecha

** ...una bandera mexicana de un tamaño colosal que nunca habían visto ni México ni el mundo entero. Antorcha la hizo, los pobres de México la hicieron una vez más, como siempre ha sido en la convulsionada historia de esta tierra bendita.


Crónica de la más grande bandera mexicana jamás hecha

La Crónica de Chihuahua
Noviembre de 2014, 10:08 am

Por Luis Miguel López Alanís

México, D.F.- Agárrense de las manos. Miren hijitos –dijo el abuelo a dos pequeños de tal vez cuatro y cinco años de edad- ése es el Estadio Azteca ¡Qué grande, no?... No, no va a haber partido, hoy vamos a ver otra cosa… Sí, sí vas a ver las porterías por donde meten goles, hijo.

Pero no las vieron, las habían quitado para poner el enorme escenario. Eran las 12 del día aproximadamente del domingo 16 de noviembre cuando el abuelo, sus nietos y su familia entera ingresaban al estadio; ellos iban entre los ríos de multitudes que durante cuatro horas continuas estuvieron ingresando al estadio y que se distinguían entre sí por sus gorras rojas, blancas y verdes.

Se trataba del evento político más grande jamás realizado en tan majestuoso estadio, el tercero más grande del mundo. Y sólo una organización auténticamente popular podía realizarlo con sus propias fuerzas, sin financiamiento oficial.

Por fuera del estadio había un aparente caos de multitudes que pujaban por entrar, pero bastó una mirada observadora para darse cuenta de que se trataba de un ingreso perfectamente ordenado, a pesar de los múltiples pequeños detalles que cada autobús debió sufrir para llegar a su destino.

Asombrosamente cada quien sabía su lugar, todos llegaban por oleadas de grupos dirigidos cada uno por su responsable al que seguían con disciplina.

— ¿Por dónde queda la rampa cinco? Gritaba un responsable a uno de la Comisión de Organización vestido con su chaleco verde eléctrico, quien respondía a gritos e indicaciones apurando a los entrantes.

— ¡De a diez, a diez, a diez las nieves, precio especial por el Buen Fin!— Resuena el grito del nevero que ese día seguro sacaría buena ganancia.

Una señora levanta ambas manos para atraer la atención de su grupo mientras intenta juntarlo a menos de cincuenta metros de los torniquetes de entrada, pero una mujer de la Comisión Organizadora corre y da la contraorden de “avancen, compañeros, avancen”. Por todos lados se ve la preocupación de que las cosas salgan bien, es como una fiebre epidémica que busca el éxito.

Por la plaza oriente del estadio, la que da a la Calzada Tlalpan, ingresan grupos con gorras verdes y algunos, los menos, con la blanca, mientras que las multitudes distinguidas con sus gorras rojas estuvieron accediendo principalmente por los torniquetes que dan a la avenida Insurgentes.

Antorchistas de la Comisión Organizadora con altavoces, a gritos y aspavientos piden a las muchedumbres se encaminen ya hacia una ya hacia otra rampas. Algunos, para sufrimiento de aquéllos, se detienen a tomarse una rápida foto del recuerdo frente a las enormes vinilonas con símbolos y consignas antorchistas que cuelgan de lo alto de ambos lados del estadio, donde la gigantesca lona central muestra el rostro del hombre más querido por los pobres más conscientes de México.

— ¡Compañeros de Arboledas, los de Arboledas!- Exclama alguien que intenta reunirlos.

— Disculpe, ¿los de Ejidos?—y la respuesta de estupefacción del de chaleco verde chillante lo dice todo.

— ¡Ejidos, Ejidos!— se escucha a lo lejos y el de la pregunta voltea esperanzado.
Los de algún pueblo, colonia o sindicato llamado Melchor Ocampo se agrupan en torno a una cartulina azul que levanta a todo lo alto el de más estatura del grupo, un muchachón altísimo y de trato afable con su gente.

Chiflidos por aquí y por allá, los radios a todo lo que dan, tres hombres pasan corriendo preocupados, pero riendo entre sí, como sabiéndose cómplices de haberse separado del grupo para comprar unas…

— ¡Tortas, tortas, de a tres por cincuenta!—mejor oferta no puede haber en estas condiciones.

Los del Equipo Xochiaca, camión 15, se mueven juntitos juntitos, como esos bancos de peces que admirablemente viran uniformes en la misma dirección. Esto último, para un observador tendencioso, podría significar “borregada”, pero quien observa con cuidado nota movimiento voluntario y un germen de futuro en esa confianza que la gente deposita en su conductor. Hay un no sé que de esperanza en esos movimientos colectivos que se dieron por cientos en los accesos del estadio esa tarde: la cantidad es abrumadora y su transformación cualitativa es inevitable; y todo indica que en esta organización solo puede ser de progreso. Es una muestra de poder social y de sus posibilidades reales como pocas veces sucede en nuestro país.

— ¡No, güey, se nos quedaron un chingo de camiones, los pinches granaderos estaban espantando a la gente, les decían que iba a haber golpes y mira… nada…!—se escucha decir un responsable a otro y a su gente afirmarlo y mentar madres a los azules.

— Te digo que es por acá, acá van los nuestros.

Un muchacho, de indudable aspecto pueblerino, detiene su andar y dice a otro en referencia al estadio: “Sí está bien grandote, ¿no?”

Desde adentro retumba el sonido con alguna canción mexicana. —¡Yo conozco esa voz, yo la conozco!—, exclama emocionada a punto de ingresar una jovencita tal vez de unos 18 años, de bello rostro quizá náhuatl, de un cuerpo menudito que denota la desnutrición ancestral de su gente, con humilde vestimenta moderna, — ¡Es Beti, se llama Beti!—afirma a su acompañante con la ufana seguridad de quien conoce a Antorcha desde hace muchos años.

A propósito de vestimenta, la humildad de la misma fue notoria en la inmensa mayoría de los congregados. Los motivos ornamentales de las multitudes perredistas, cada vez más escasas, o de las asambleas a que convocan otras supuestas izquierdas en Reforma o el Zócalo, dizque para defender el petróleo, aquí estuvieron prácticamente ausentes: no hubo chalinas a crochet ni mascadas coquetamente colocadas sobre los hombros, en infaltable combinación con faldas largas tipo hippie estampadas en colores marrones y morral huichol con que las mujeres de clases medias o empleadas privilegiadas pretenden pasar por revolucionarias; raros fueron los pesados collares de bisutería de piedras talladas entre inciensos y rastas y tampoco hubo bufandas enredadas en el cuello con desfachatez rebuscada; sombreritos coquetones al lado de boinas con pines del Che Guevara; calzados de finas pieles disfrazados de populistas; chamarras de caras marcas, limpiecitas pero exageradamente lavadas para añejarlas artificialmente; camisas de albísima manta con discretos bordados indígenas para denotar una mexicanidad falsa o morrales de piel que en sus adentros llevan sabidurías inventadas. Nada de eso se vio esa tarde en el Azteca: la vestimenta de fibras sintéticas baratas predominó, decenas de miles de pobres convocados por su Organización acudieron a su llamado, vestidos con lo que pueden, no con apariencias falsarias. Muchos, muchísimos aceptaron cubrir esa pobreza de indumentaria con las camisetas que para la ocasión imprimió su Organización.

Todavía eran las tres y media de la tarde y quedaban aún largas filas de autobuses que no atinaban a llegar hasta las plazas del estadio para descargar a los ansiosos participantes.

Un periodista con micrófono y camarógrafo acosa en tono triunfalista a un grupo: “¿De dónde salió el dinero para movilizar a miles de camiones? ¿los financia el PRI, el gobierno?” .

El responsable, claramente un colono de unos cuarenta años, se defiende con un contraataque: “¿Le pregunta lo mismo a los que vienen a los partidos en este estadio? ¿Y a los que van a la Basílica de Guadalupe?, allá llegan muchos autobuses, más que aquí, yo he ido. Mire, joven, igual que allá, aquí es la gente la que se junta para rentar entre todos los autobuses, y lo hacemos con gusto, es nuestra fiesta, igual que cuando venimos a un partido o vamos con la virgencita.

La respuesta no lo deja satisfecho. Después se le vio haciendo la misma pregunta a otros, tal vez buscando a quien no le saliera respondón.

Se notaba a las claras a esa hora que los grupos de verde ya habían ingresado y ahora eran más abundantes los de rojo.

— Mami, mami, dame mi boleto…

— Este lado ya esta lleno, vayan por allá…

— ¿Ya no hay lugar abajo?

Un anciano con bastón de otate, de esos que usan en la Danza de los Viejitos, avanza lentamente con rostro grave, rodeado de su familia. Todo indica que es un viejo antorchista, tal vez fundador del grupo en su pueblo o colonia y se siente el respeto que le tienen. Consciente de su liderazgo avanza con todo el garbo que su débil cuerpo le permite.

— ¿Al final dónde nos vamos a ver?

— Eso díselo a tu responsable…

Una paloma blanca revolotea curiosa cerca de un dron que hace tomas de la gente que ingresa.

A las cuatro en punto ingresa al Estadio la Dirección Nacional del Movimiento Antorchista arropando al ingeniero Aquiles Córdova Morán. Desde el escenario la profesora Hersilia Córdova y Omar Carreón Abud dirigen a la multitud, que terminará de ingresar hasta media hora después. Las consignas coreadas estremecen al más sereno. Los maestros de ceremonias y Tolentino Román no escatiman reconocimientos a su líder nacional, que podrían parecer exagerados a quien no lo haya escuchado con atención y convivido con él. Pero en Aquiles Córdova Morán se resume la conciencia más crítica de esta nación en el último siglo y sólo así se explica que otros gigantes le rindan merecido homenaje.

La multitud escucha atenta dos discursos que desnudan al injusto sistema político y económico de México: uno de Jesús Tolentino Román Bojórquez, dirigente antorchista del Estado de México, y el otro de Aquiles Córdova Morán, el secretario general del Movimiento Antorchista Nacional, el líder popular de mayor arraigo en este momento. Una cosa queda clara: no es Antorcha la que lo dice, sino los propios organismos de los ricos. Una asamblea popular pocas veces vista sanciona las peticiones de su líder de que la Constitución Mexicana se respete y la de llegar a ser 10 millones de antorchistas en 10 años. Uno por uno cada año, es la tarea.

El cierre del día ya cerca de las 7 de la tarde fue al mismo tiempo el cierre de un año de eventos políticos sin igual en todo el país, con 33 eventos, uno en cada capital del país, que arrancaron desde febrero con la XVII Espartaqueada Nacional y culminaron de manera impresionante en noviembre, a los que acudieron cerca de un millón de mexicanos. Si sólo esto se contara ya sería una hazaña política como nunca ha sucedido en México, pero no hay antorchista que haya acudido a esos eventos que no sepa que, además, se mantuvieron en constante movilización local o estatal y varias nacionales ¡todo el año!: no hay lugar para la duda, no hay ninguna organización popular que pueda realizar semejantes proezas políticas.

El estadio tenía distribuida a la gente por colores de gorras y con su respectiva bandera: en la cancha, pletórica, se distinguían enormes sectores cada uno con su color y el graderío tenía igualmente distribuidos en óvalos concéntricos el verde en el primer tercio, el blanco en el segundo y hasta arriba el rojo.

El día anterior, decenas de jóvenes había dejado en cada asiento una bandera de un metro 50 centímetros aproximadamente de largo por uno de alto, adherida a un tubo de PVC de media pulgada de poco menos de dos metros de alto, a modo de asta, de forma que cuando la gente se sentó ya tenía su bandera: muy bien organizado todo.
Los hilos de una tela, como la de la bandera nacional, hacen la trama en sentido horizontal y la urdimbre en vertical. Hilo a hilo surge la tela. Y cada hilo se compone de fibras de algodón enroscadas entre sí que dan fortaleza final a toda la tela. El día domingo 16 de noviembre en el estadio Azteca las fibras eran hombres pintados por su pequeña bandera y cada fila de sillas hizo las veces de trama, mientras que los tubos de PVC hicieron las de urdimbre, dando verticalidad a un gigantesco mosaico vibrante, una monumental tela ondeante, una bandera mexicana de un tamaño colosal que nunca habían visto ni México ni el mundo entero. Antorcha la hizo, los pobres de México la hicieron una vez más, como siempre ha sido en la convulsionada historia de esta tierra bendita.

Quede consignado el hecho para la grandeza de esta nación y de su lábaro patrio.