Capitalismo y delincuencia

Abel Pérez Zamorano


Capitalismo y delincuencia

La Crónica de Chihuahua
Abril de 2013, 14:21 pm

*El autor es chihuahuense nacido en Témoris, Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics, Maestro en Ciencias en Políticas del Desarrollo por la London School of Economics. Maestro en Ciencias en Economía de Negocios por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Profesor de la Universidad Autónoma Chapingo e integrante del Sistema Nacional de Investigadores.

Los gobiernos de Estados Unidos, Europa y sus satélites presumen de una moral inmaculada y un acrisolado espíritu legalista, y en México, el cliché favorito de los gobernantes es que “nadie está por encima de la ley”; todo como si fueran el templo de la legalidad y el respeto a los débiles. Pero esta propaganda dista mucho de la realidad, y sobre ello nos ilustra con toda crudeza un artículo firmado por Peter Andreas (profesor en la Universidad de Brown), publicado en la revista Foreign Affairs de marzo-abril de 2013, y al que titula “Gangster´s Paradise: The Untold History of the United States and International Crime” (El paraíso de los gángsters: la historia no contada de los Estados Unidos y el crimen internacional). Comparto con usted algunos de los pasajes más sobresalientes de ese trabajo.

De entrada, se refiere a la preocupación expresada en los medios sobre el crecimiento de la delincuencia a escala global; dice que: “Este sentimiento es compartido por la oficina sobre drogas y crimen de Naciones Unidas, la cual en 2010 declaró que el crimen organizado se ha globalizado y convertido en uno de los principales poderes económicos y armados” (p. 22). Y agrega que, aparentemente motivados por esa preocupación: “En décadas recientes los Estados Unidos han exportado agresiva y exitosamente su agenda de combate al crimen y han promovido sus prácticas contra el contrabando en otros países…” (p. 22). Y como resultado: “…los Estados Unidos se han convertido en el líder carcelero mundial, con más personas encerradas por violación a las leyes antidrogas que el total de la población penitenciaria de toda Europa occidental por todos los delitos combinados”. (p. 22).

Particularizando, aborda el problema migratorio diciendo que ante la oleada de inmigrantes que pretenden cruzar la frontera con México, en la década de los noventa Washington duplicó los efectivos de la patrulla fronteriza, y en la última década volvió a duplicarlos, agregando a eso el reforzamiento de la tecnología de monitoreo, como los temibles aviones Dron no tripulados, que matan accionados a control remoto. Y por si fuera poco, añade Andreas que el año pasado la administración Obama destinó a la aplicación de la ley antiinmigrantes una suma superior a la aplicada a hacer valer todas las demás leyes juntas. Pero en flagrante contradicción con esta política de militarización (y de la violencia fronteriza del lado mexicano, no señalada por el autor, APZ), que sugiere que los malos vienen de fuera, dice sobre el problema transfronterizo que: “… lejos de ser una víctima pasiva, los Estados Unidos han fomentado la tradición del comercio ilícito como ningún otro país en el mundo. Desde su fundación… han tenido una íntima relación con el comercio clandestino, y el capitalismo del contrabando fue parte integrante del ascenso de su economía… Los americanos deben entender y reconocer la propia historia de su país de complicidad en el comercio ilícito” (pp. 23-24). Es decir, exactamente lo contrario del actual discurso oficial.

Aborda luego, más al detalle, el origen de grandes fortunas norteamericanas, vinculado, dice, a actividades ilegales: “Mucho después de la independencia del país, el comercio ilícito continuó jugando un papel fundamental en el ascenso de los Estados Unidos en la escena global…” (p. 26). De ahí surgieron algunas de las fortunas más grandes, como la de John Jacob Astor, “el primer multimillonario norteamericano”, el hombre más rico del país allá por 1848. Lo califica como un connotado contrabandista de opio al lejano oriente, y de alcohol con los nativos americanos. Stephen Girard, magnate estadounidense de los más ricos, dice Andreas, fue también contrabandista de opio en China. Y concluye al respecto que: “La gran ironía es que un país que nació y creció a través del contrabando es hoy el líder mundial en la cruzada contra el contrabando” (p. 28). Revela con ello la inconsistencia de la pretendida imagen de legalista y respetable, que los medios pretenden darnos sobre el éxito económico norteamericano.

Aborda Andreas otra manifestación de la delincuencia internacional: los derechos de propiedad intelectual y la piratería; al respecto destaca, no sin ironía, las furibundas críticas del gobierno norteamericano a las prácticas de China, tildadas de desleales; pero advierte que: “Los americanos han olvidado convenientemente que cuando los Estados Unidos empezaron a industrializarse, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, los padres fundadores, como Alexander Hamilton, estimularon entusiastamente la piratería intelectual y el contrabando de tecnología, especialmente en la industria textil” (p. 24). Cita un reporte de Hamilton donde admite que si, para industrializar a los Estados Unidos se requería violar las leyes de otros países, había que hacerlo. A título de ejemplo, añade que en el siglo XIX en Estados Unidos se hacían, a ciencia y paciencia del gobierno, publicaciones piratas de obras de autores ingleses como Dickens, y que las leyes estadounidenses ignoraban reiteradamente la legislación internacional sobre derechos de propiedad intelectual; así fue, dice, hasta que sus propios autores, como Mark Twain, fueron a su vez víctimas de aquellas prácticas. De tal manera, dice Andreas, lo que hoy hace China con los derechos intelectuales de los americanos es sólo la versión moderna de lo que éstos hicieron, a su vez, al industrializarse.

A lo dicho por el autor debe agregarse que, en su industrialización, la propia Inglaterra violó toda legislación internacional. Ahora hasta folklóricos y simpáticos resultan los piratas del Caribe, corsarios como Raleigh y Sir Francis Drake a finales del siglo XVI, y luego otros durante el XVII, amparados en licencia para robar, expedida por la propia corona, fueron el azote de la navegación trasatlántica. Asimismo, en el siglo XIX Inglaterra hizo la famosa Guerra del Opio (1839-42, y 1856-60 ) contra China, para obligarle a abrir su mercado a la droga producida en las colonias británicas orientales (hoy Afganistán sigue siendo campeón en esa industria). Aliada con Francia en el segundo episodio del conflicto, logró introducir la droga, y se apropió de Hong Kong.
Lo que sorprende es que hoy, los mismos países cuyas economías fueron construidas mediante esos recursos non sanctos, nos dan lecciones de ética y legalidad, se erigen en adalides de la honorabilidad y el combate al crimen, y enganchan a su carro de guerra a países como el nuestro; y mientras ellos recogen las ganancias, a nosotros nos imponen la obligación de poner los muertos. Es claro asimismo que, desmintiendo la imagen idílica de un capitalismo hijo de la laboriosidad y el ahorro, muchas grandes fortunas y el poderío mismo de las potencias occidentales dominantes surgieron de la violencia, el saqueo y el abuso sobre los países débiles.