El horror nuestro de cada día (284)

ARPÍAS EN LOS BAJOS DEL CHUVÍSCAR


El horror nuestro de cada día (284)

La Crónica de Chihuahua
Marzo de 2017, 16:39 pm

Por Froilán Meza Rivera

Eran aquéllos, malos tiempos. Eran noches en que la gente dormía mal en Chihuahua, porque una oleada de secuestros de niños pequeños tenía sumida a la población en el peor de los terrores. Todos los casos, que ya se contaban por decenas, se habían realizado en la noche, y todos ellos habían sucedido en casas humildes, a las que los robaniños entraban sin dificultades, porque muchas de esas moradas tenían como puerta una cobija tan sólo.

La noche de la desgracia de Marianita Brambila, los llamados del sereno se escucharon a lo lejos en la avenida Juárez. Acá, en el barrio que se conocía como Los Bajos del Chuvíscar, ella y otras madres llenas de miedo, apenas alcanzaron a distinguir el grito de: “¡Las nueve y sereno!”… y después: “¡las diez y sereno!”

Pero hubo un grito más, también lejano, algo como el llanto de una madre que ha perdido a su hijo que apenas es un bebé. Mariana estaba segura del significado de aquel grito a lo lejos, aunque no sabía por qué.

Sí. Siempre estuvo segura que esos horripilantes seres se llevarían al niño, al hijo de sus entrañas, a su pequeñito de dos años, esas viejas arpías de pelo largo ensortijado, endurecido por la sangre seca y que cuelga sobre su cabeza redonda con nariz aguda, larga, aguileña, cubierta de enormes y rugosos granos. Porque ella ya las había visto rondar por la alameda, las había visto encaramadas en las altas ramas en los Bajos del Chuvíscar, sus siluetas encorvadas y sus ojos, como bolas enrojecidas que parecían lanzar chispas.

Ya rondaban.

Apenas le arrebataron a su bebé de las propias manos, y Marianita Brambila se quiso volver loca. De manera casi automática, salió ella en persecución de aquellas sombras. Corrió en dirección a la arboleda, donde desaparecen las calles y se convierten en prado y bosque, con las hileras de álamos bordeando la corriente del Chuvíscar.

Allá se topó Marianita, jadeante y sudorosa por el esfuerzo, con un individuo al que no pudo reconocer como uno de los captores. Duda. Cuando le quitaron al niño, fue en plena oscuridad, además de que ella estaba semidormida con su retoño sobre el regazo, dormido también el infante. ¿Cómo saber quién fue?

Mariana Brambila se asomó a la presencia del hombre. Lo que vio: un bigote irregular y una rala barba corta rodeaban esa boca, que al abrirse dejaba ver unos cuantos dientes negros por entre los que se asomaba una extraña lengua amoratada. El cuerpo del individuo era alto, huesudo, e iba cubierto por una capa parda de la que sobresalían unas manos llenas de nervios, flacas, terminadas en uñas sucias y malolientes.

La destrozada madre terminó perdiendo la esperanza de hallar a su bebé, y pasó un año, dos años en ese martirio, hasta que ella misma pereció consumida de pura tristeza.

¿Y las arpías? Después de que el conteo de los niños desaparecidos en aquel año de finales del siglo antepasado llegó a noventa, los raptos cesaron. Fue como si aquella banda de seres infernales hubiera terminado su cometido en esta ciudad. Como si hubieran emigrado.