11 de septiembre. Estados Unidos/ Chile

REPORTAJE ESPECIAL


11 de septiembre. Estados Unidos/ Chile

La Crónica de Chihuahua
Septiembre de 2015, 17:35 pm

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Nydia Egremy/ buzos de la noticia

El objetivo del 11-S

Desde hace 14 años, el trinomio formado por Estados Unidos, el Medio Oriente y el terrorismo domina las relaciones internacionales. El 11 de septiembre de 2001 hizo crisis el añejo desencuentro ideológico-político entre el imperialismo occidental y el Islam, que degeneró en una guerra contra el terrorismo que instituyó el miedo, el racismo antiárabe, el secuestro trasnacional y la tortura.

En nombre de la seguridad, la superpotencia se confirmó en su papel hegemónico mundial que espía e interviene en todo el planeta, pero es incapaz de detener otros atentados, al tiempo que el Medio Oriente se recicla como una de las regiones más inestables en el orbe y los musulmanes se convierten en los “sospechosos comunes”.

Hasta ahora las autoridades estadounidenses y los expertos en distintas disciplinas coinciden en que el secuestro de cuatro aviones (tres de ellos impactados en el World Trade Center y otro en el Pentágono), fue resultado de un plan. Sin embargo, nadie ha respondido a la pregunta: ¿cuál fue el objetivo de esos ataques contra blancos civiles y militares? Si su misión era generar terror y miedo, fue exitoso porque lo logró. Por años ese miedo se ha alimentado con ofensivas militares y propaganda que “se ha transmitido de padres a hijos, de gobernantes a ciudadanos y de profesores a alumnos”, como afirma el politólogo del Centro Español de Estudios Estratégicos José María Blanco Navarro.

A 14 años de los ataques del 11 de septiembre de 2001 (11-S) persiste la interrogante sobre el objetivo que perseguían los autores de tal acto terrorista en el corazón de Estados Unidos. Desde una mirada estratégica, era obvio suponer cómo reaccionaría la superpotencia ante la intensidad e impacto psicológico de los ataques: desencadenó la mayor ofensiva militar planetaria desde la Segunda Guerra Mundial, lanzó ataques devastadores en Afganistán e Irak, prácticamente ocupó Pakistán y rediseñó el mapa global.

Desde una visión estratégica, no es creíble que los autores intelectuales del 11-S no contemplaran tal respuesta de la potencia herida. De ahí la importancia de lo que aseguran Lee Hamilton y Thomas Kean (exgobernador de Nueva Jersey), presidente y vicepresidente, respectivamente, de la Comisión Nacional sobre los Ataques Terroristas contra su país, establecida el 27 de noviembre de 2002 para investigar lo ocurrido ese día, quienes aseguran que esa Comisión “se organizó para fracasar”. Así lo afirman en su libro titulado: Sin precedente: la historia interior del 9/11.

Los perdedores de esos atentados fueron las tres mil 600 víctimas civiles y más de seis mil heridos, a los que se suman otros millares –cifra difícil de estimar– que perecieron como consecuencia de los “daños colaterales” provocados por la llamada guerra contra el terrorismo global de las fuerzas aliadas.

Otros perdedores fueron la verdad, a raíz de la autocensura que se impusieron los medios occidentales, y los derechos humanos, cuya violación ha sido sistemática a lo largo de lustros por vía de ejecuciones extrajudiciales, secuestros y la práctica de refinadas técnicas de tortura. Otros perdedores fueron, asimismo, la certidumbre, la ética, los valores y todo asomo de democracia.

Y a la pregunta: ¿quién ganó la guerra mundial contra el terrorismo? Se podría decir que ganaron los que instituyeron la percepción de inseguridad y el miedo. Por lo tanto, quienes lucraron con la venta de armas, quienes usurparon territorios y quienes en estos 14 años convirtieron al mundo en un enorme mercado.

¿Cómo cambió el mundo?

En el mundo y en México hubo cambios estructurales tras el 11-S. A pocas horas de los ataques, se securitarizaron las relaciones internacionales y la seguridad de Estado prevaleció sobre los principios de la diplomacia del siglo xx de no intervención y la solución pacífica de las controversias. Así, los “ataques preventivos”, la inteligencia y la acción militar dominaron la vida pública con la Ley Patriota que motivó la autocensura de los medios occidentales y, pasado el tiempo, aumentó el debate sobre la seguridad y la libertad.

El 11-S cambió la correlación de fuerzas entre Estados Unidos, Rusia y China. Los dos colosos asiáticos respaldaron a Washington en su lucha antiterrorista, pues ambos han padecido ese flagelo. A largo plazo, rechazaron el expansionismo occidental en sus respectivas zonas de influencia geoestratégica, al tiempo que consolidaron una red mutua de intereses político-energéticos y se erigieron en grandes actores internacionales.

Al Qaeda, presunto artífice del 11-S según el expresidente estadounidense George Walker Bush, quedó como pálida sombra tras el exterminio de su líder, Osama bin Laden. Hoy se confirma que la intervención aliada en Afganistán era innecesaria, como los miles de ataques con drones que diezman aún a la población civil de Pakistán. La misma aspirante a la presidencia de Estados Unidos, Hillary Clinton, admitió que se equivocó al apoyar la intervención en Irak ante los engañosos informes de la inteligencia de su país de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva.

El supuesto “gran cambio” que en 2011 anunció la mal llamada Primavera Árabe –con beneplácito de Occidente– se degradó hasta su clímax en 2013, cuando Fatah Al Sisi lideró el golpe contra Mohamed Mursi, el primer presidente egipcio electo en 30 años. Así, las protestas por la democracia tras la inmolación del joven vendedor tunecino Mohamed Bouazizi, quedaron en meras revueltas cuando la contrarrevolución sofocó a esa revolución árabe en favor de intereses geopolíticos de Occidente.

Tras el 11-S, la acción antiterrorista y la pertinaz presencia de la V Flota estadounidense en el Golfo Pérsico, el Mar Rojo, el Mar Arábigo y la Costa este de África fue incapaz de advertir que en Irak surgía el misterioso ente denominado Estado Islámico (ei) que hoy controla yacimientos de crudo, represas, ciudades y rutas estratégicas en el Sinaí (Egipto), el este de Libia –dividido en clanes ingobernables tras el asesinato de Muammar al Khadafi –, Siria y Jordania, entre otros.

Ese nuevo adversario legitimó la ayuda Estados Unidos a los opositores del presidente sirio Bashar al Assad y los transformó en luchadores contra el EI, que se afirma estaría detrás de la guerra civil en Yemen. Hoy se escenifica otro cambio inesperado: el pacto nuclear entre Irán y Occidente que aleja el riesgo de que Arabia Saudita y el país persa se confronten.

En todo caso, la guerra contra el terrorismo mantuvo latente el descontento árabe: no frenó en esa región la corrupción, la inflación y el desempleo. Hoy, como en 2001, los jóvenes carecen de expectativas de democracia y libertades civiles. Al mismo tiempo, Israel consolidó su impune política de limpieza étnica en Gaza y se opone a la creación de un Estado Palestino.

La ola antiterrorista alcanzó a México que, en aras de congraciarse con su poderoso vecino, asumió como adversaria a una civilización con la que tuvo sanas relaciones en el pasado y adoptó el cambio de paradigma de Seguridad Nacional que dio origen al Departamento de Seguridad Interior en Estados Unidos, señala Alejandro Vélez. A la vez, su diplomacia se volcó hacia el vecino país del norte y se distanció de América Latina, región a la que hoy intenta regresar.

Así, a 14 años del 11-S, el mundo sigue sin conocer los objetivos de los ataques que llevaron a Estados Unidos, y sus aliados a abrir múltiples frentes en su guerra antiterrorista. México, como el resto del mundo, definió sus prioridades políticas bajo el clima del miedo y la incertidumbre que se impusieron aquella mañana de septiembre.

11 de Septiembre de 1973: un golpe contra la Utopía

El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, durante el cual murió asesinado el presidente de Chile, cercenó la expectativa de un mundo mejor que la Unidad Popular ofrecía a miles de chilenos, retrasó por décadas el desarrollo del país, proyectó la criminal coordinación entre dictaduras latinoamericanas y el imperio, y marcó el inicio de la masacre neoliberal que se perpetuó por casi 20 años. Chile es hoy, a 42 años de ese suceso, una nación profundamente dividida entre quienes añoran la dictadura y quienes reivindican el derecho a la autodeterminación, las libertades civiles y los principios democráticos.

El presidente Salvador Allende Gossens murió al recibir a bocajarro disparos de metralleta; no se suicidó con el rifle que meses antes le había obsequiado Fidel Castro, como aseguró la Junta Militar golpista encabezada por Augusto Pinochet Ugarte. A falta de un médico forense, el subcomisario Pedro Espinoza habló de “herida tipo suicida” para justificar el deceso del mandatario. Hoy se sabe que la tarde del 11 de septiembre de 1973, tras los bombardeos contra el Palacio de la Moneda, ordenados por el vicealmirante de la Armada José Toribio Merino y el comandante de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, bomberos y militares retiraron el cuerpo del presidente Allende.

El único testigo de la ejecución de Allende fue el empleado de intendencia Enrique Huertas, que obedecía la orden presidencial de abandonar La Moneda. Cuando caminaba detrás del doctor Ostas Soto escuchó el avance de una cuadrilla que disparaba hacia el sitio donde estaba el mandatario, Huertas se volvió hacia ese sitio y exclamó: “¡Han matado al presidente, le han disparado a bocajarro!”. Enseguida, Huertas y otros fueron apresados, el trabajador fue fusilado minutos más tarde y su testimonio, recogido por Arturo Pachi Gijón, quien después fue liberado en condiciones dudosas, narra Rubén Adrián Valenzuela.

Las pesquisas sobre lo ocurrido hace 42 años han dado con el asesino material de Salvador Allende: fue Javier Palacios Ruhmann, quien durante una cena en febrero de 1977 reconoció su hazaña, según afirmó su sobrino. Sin embargo, al investigar el asesinato del excanciller Orlando Letelier, el fiscal estadounidense Eugene M. Propper estableció en 1980 que el autor material del crimen contra Allende fue el teniente René Riveros, ayudante de Palacios.

Siete años antes, al mediodía del 12 de septiembre en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar y bajo rígida vigilancia militar, su viuda Hortensia Bussi proclamó: “sepan ustedes que al que estamos enterrando es Salvador Allende, presidente de Chile. Les pido que cuenten a sus parientes, a sus vecinos, a sus amigos, quién está sepultado aquí”. Así terminaba la utopía para millones de chilenos y latinoamericanos.

Contra la esperanza

Todo inició a comienzos de 1973, cuando empresarios y gremios antigubernamentales decidieron desestabilizar el Gobierno de la Unidad Popular (up). Su primer acto fue la protesta estudiantil contra la Escuela Nacional Unificada (enu), seguido por la huelga de mineros del cobre, campañas de acaparamiento que causaron desabasto y mercado negro. En ese clima tenso, el 29 de junio se sublevó el teniente coronel Roberto Souper al mando de tanques y carros pesados en el llamado “tanquetazo”. Ese día se ensayó el golpe que cambió a Chile.

La derecha chilena rechazaba que por primera vez en el mundo occidental un político de izquierda fuera electo presidente, repudiaba las profundas reformas y nacionalizaciones del Gobierno de up. Cuestionado en su esencia, ese sector alentó huelgas, boicoteó elecciones, alentó la asfixia económica, socavó la reforma agraria y pactó con las fuerzas más reaccionarias de Estados Unidos y de la región para desatar el caos social entre marzo y agosto de 1973.

El Departamento de Estado estadounidense financió huelgas de transportistas, la conspiración de militares en Valparaíso y los “cacerolazos” de grandes capas de la clase media. En reacción, la población a favor de Allende actuó de manera espontánea: creó tiendas comunes y grupos de apoyo a obreros y campesinos. Pero nada impidió la acometida.

A 42 años de esos acontecimientos, la mayoría de los ciudadanos en Estados Unidos admiten que Allende era un gobernante diferente: llegó al poder de forma pacífica pese a ser un socialista, no era caudillo ni dictador; por eso el golpe fue “más impactante y la desilusión más fuerte. Esa gran esperanza fue derrocada”, según declaró a la BBC de Londres el director de Inteligencia y Seguridad de la Universidad de Brunel, Kristian Gustafson.

Para otros, el Chile de la UP en los años 70 fue el símbolo de la revolución pacífica que destruyó un golpe; el “repentino y sangriento fin de ese experimento en el que murió el presidente, lo hicieron pasar a la historia”, expresó el director de Foco sobre el Sur Global, Walden Bello.

Ejecutores y víctimas

Hoy han fallecido los principales actores del golpe; su instigador, Augusto Pinochet Ugarte (muerto, en diciembre de 2006), presidió la Junta Militar de Gobierno hasta junio de 1974 cuando se dio el título de Jefe Supremo de la Nación y cinco meses después asumió como Presidente de la República hasta marzo de 1990. Su dictadura decretó un toque de queda que mantuvo hasta 1987, disolvió el Congreso, proscribió todos los partidos políticos e ilegalizó a la Unidad Popular.

El “milagro económico” de su régimen, tan celebrado por Estados Unidos, se basó en la nacionalización del cobre y la reforma agraria que promovió Allende, recordó la periodista Irene Selser. El ímpetu represor de Pinochet auspició la desaparición forzada y ejecuciones sumarias en la llamada Caravana de la Muerte a cargo del general Sergio Arellano Stark en La Serena, Copiapó, Antofagasta y otras zonas del país.

42 años después del inicio de ese proceso genocida, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos de la Araucanía, aún busca y encuentra fragmentos de las víctimas en aquel árido territorio. Pinochet nunca se arrepintió de los crímenes que cometió y ordenó.

Otro personaje repudiado por su actuación en la dictadura fue Manuel Contreras Sepúlveda (Mamo). “En la dictadura estaban Pinochet, Manuel Contreras y Dios”, narran documentos que confirman lo que él dijo: “En Chile no se movía ninguna hoja sin su consentimiento” y es que al encabezar la Dirección de Inteligencia Nacional Mamo fue puntal de la estructura represiva.

Además, coordinó la Operación Cóndor en la que los regímenes militares de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay secuestraron, asesinaron y desaparecieron a opositores. Contreras purgaba condena de 500 años de prisión por reiterada violación a los derechos humanos hasta su muerte el pasado 7 de agosto.

Hoy, pese a que Chile ha seguido un proceso hacia la transición democrática, continúa marcado por la huella del golpe militar y 42 años de dictadura. Los ciudadanos exigen el cambio del sistema educativo –caro y elitista– y una constitución que abandone la estructura política de la dictadura. Ese paso podría ocurrir este septiembre, cuando se recuerda el fin de la utopía.